41º 22’ 34” Norte. A nadie le suenan ya las coordenadas de la avenida que se convirtió en el centro del mundo del espectáculo durante las primeras décadas del siglo XX, porque hace tiempo que la Avenida Paral·lel de Barcelona ha perdido toda su esencia artística y se ha convertido en una calle más, una que parece no tener historia. Sólo cuatro o cinco teatros continúan en pie en la calle que reunió mayor número de locales de espectáculo y music-halls del mundo, nombres deslucidos y en los que ya no reverberan los ecos de la risa, el vicio, la música. El Apolo, el Artèria, el Arnau, el Victoria, el Molino siguen presidiendo esta avenida, pero ya no destacan: han perdido su espíritu. Y con él ha desaparecido también toda la leyenda de la bohemia, porque parece solo eso, un mito, de tanto que España se ha esforzado en esconderlo.
A finales del siglo XIX, en una Barcelona que se había convertido en uno de los puertos marítimos más importantes del Mediterráneo, arribaban marineros en busca de diversión, pasajeros, comerciantes y viajantes con sus trucos, dispuestos a hacer negocio. Llegaban las chicas con sus canciones, y los gitanos veían titilar las pesetas y los céntimos en sus pupilas. Así comenzó a erigirse una avenida que pronto se convertiría en el centro del cabaret, llegando casi a eclipsar al Montmatre parisino en los años de la guerra. Lo que en principio surgió como punto de encuentro de las clases marginales y los desembarcados de la guerra del 98 en Cuba, no tardó en convertirse en la avenida más frecuentada por todo artista que pisara Barcelona y se preciara de serlo. Los teatros estrenaban los últimos vodeviles y en sus salas se reinventó la zarzuela y el couplé de Raquel Meller, la gitana blanca. Pero paralelamente a todo el espectáculo que se destilaba cada noche en el Paral·lel, las calles hervían de sexo y depravación: la prostitución la amparaba el Estado, considerándola un mal necesario para preservar la familia tradicional.
La avenida del Paral·lel se inauguró en 1894 con el nombre de Marqués del Duero, un nombre que nunca llegó a calar, y que formó parte del fracaso urbanístico del ensanche que diseñó Cerdá para la ciudad de Barcelona con el objetivo de trazar todo el entramado de la ciudad en forma de cuadrícula y paralelo al mar, consiguiendo luz solar en todos los edificios durante todo el día. Separadora de dos barrios repletos de historia, el Poble Sec y el Raval, considerado entonces la Chinatown de Barcelona, esta avenida fluía magnánima hasta el mar y alrededor de ella se construyó toda una ciudad dedicada al espectáculo y el vicio. Orquestas, cabarets, music-halls, circos y volteretas, los primeros cinematógrafos, teatros llenos de aplausos y vodeviles donde las clases bajas se reían de la hipocresía burguesa eran los factores clave del epicentro artístico en que se convirtió Barcelona. Yo me la imagino como Henry Miller me ha hecho creer que era París entonces, un tapiz de alterne, y neón, y polvo, el pavimento levantado, los traperos hurgando en las esquinas y la absenta corriendo a destajo en los vasitos de cristal manchado hasta las mil de la mañana, y todo ello con la acústica de las películas de Kusturica y la pianola risueña, y arte, mucho arte, aunque a nadie entonces le pareciera que lo fuera.
El punto de inflexión, la progresión de “calle del espectáculo” a “escenario mundial del espectáculo” ocurrió durante la Primera Guerra Mundial, momento en que una España sana y que no perdía el tiempo con valores y reglas acogió a todos los artistas e intelectuales de Europa y América. Y con ellos llegó el juego y la droga, y sobre todo el dinero, que entraba a espuertas y se gastaba en claveles para el ojal e ilusionismo nocturno. El drama social, el costumbrismo y el melodrama se convertían en géneros por excelencia en los teatros, auspiciados por la literatura de Émile Zola, Tolstoi y Giordano Bruno, que inspiraron, junto a la algarabía de una avenida llena de vida, las grandes obras de la época, entre las que también se encuentran los primeros experimentos surrealistas.
Sin embargo, donde antes había teatros y salones, ahora hay supermercados y lavanderías. Donde hace casi un siglo había fábricas de instrumentos y muñecos parlantes, ahora solo quedan locutorios; donde antes había tocólogos, putas, posadas y comadronas, ahora ya solo hay portales oscuros, peluquerías, quioscos, hoteles de medio renombre y puestos de kebabs. Donde antes había luz, color, ruido y vida, ahora hay polvo y asfalto, y la triste muerte de la época más alegre de Barcelona instalada como un fantasma en los palcos de los teatros. ¡Oh, el Paral·lel ha muerto!
Sí,- respondemos a coro- y ya todos lo hemos olvidado.
El CCCB de Barcelona acoge la exposición “El Paral·lel 1894-1939″ hasta el 24 de febrero. ¡No os la perdáis!