Revista Talentos
Ana esperaba en Puerta de Atocha la llegada del AVE. Me ayudó en las nuevas e interminables pasarelas mecánicas. Nacho, en el coche, aguardaba nuestra llegada. Se esconde el sol y hace frío. Hay tráfico en Madrid. En el asiento delantero del copiloto la vida se ve de otra manera.
Los abrazos de rigor, el beso y el recuerdo. Le enseñé mi nueva Sony que siempre llevo conmigo. Aprovecho el instante para inmortalizar el alma. Me pregunta por la muleta y le doy un pase de pecho.
Hablamos de Saúl, de las rosas amarillas y del banco de San Clemente. Roma en los años ochenta era una ciudad mágica.
Han organizado una cena voluptuosa. No de alimento, de personas afines al principio de reciprocidad: María, Diego, Juan Manuel, Natalia, José María, Susana, Manu… Dice Nacho que alguno fallará pero la intención es lo que cuenta. ¿Es así?
Recito el poema de Parménides y el poema inédito de La muerte oculta. Todos desconocían su existencia. Hasta yo mismo dudé de su valía. Había tres inéditos de la época y Tomás Rodríguez Reyes dictó la ley de la esencia: “Una sola palabra”.
Tengo la Custom en la espalda, la Sony en el bolso marrón y el paquete de Camel corto en el bolsillo de la camisa, junto al pecho.
La vida es tan verdadera como la sombra de Luzbel en la azotea de Moguer. © de la fotografía: Nacho Cano (Roma, 1984)