Buscaba perderme de vez en cuando para sentir que, al menos, un lugar me pertenecía, ya que siempre pensé que no era mi tiempo. Así que me aferré a un solo propósito: encontrar mi sitio.
Imaginé mil lugares donde poder sentirme yo y no la sombra de nadie, la idea de nadie o el deseo de nadie.
Establecí mi objetivo y comencé el viaje. Este me llevó hasta personas que me midieron, pesaron, juzgaron y criticaron, pero no me vieron jamás.
Continué camino, cada vez más ligera de equipaje. Esta vez, di con otro tipo de gente: las que dicen no pesar, no medir, no juzgar ni criticar. Agradecí el tiempo en que encontré a las primeras pues, al menos hallé claridad en su estupidez y no tuve que sentir la estupidez de la opacidad de las segundas. A aquella altura de mi viaje, era cansado tal esfuerzo. Mi camino pesaba ya.
Y así, un día me paré frente a un establecimiento muy antiguo, cuya fachada estaba forrada en madera oscura que había perdido su barniz lo que, de un modo curioso, le daba un aire de nobleza y distinción. Era una librería en cuyo escaparate se hallaban decenas de libros ordenados por temas, algunos abiertos e invitando a su lectura. Entré y eché un vistazo a la librería, recorriendo sus estanterías abarrotadas de ejemplares. Mermado mi bolsillo por el largo viaje, lamenté no tener dinero para comprar algún libro, pero mi curiosidad y mi decepción, reflejados en mi rostro, incitaron al dueño del establecimiento a acercarse a mí. Me dio un papel y me animó a visitar el lugar cuya dirección había escrito en él. Y hacia allí me dirigí, con las manos en los bolsillos y con mi pensamiento puesto en aquellos libros y en el librero, la primera persona que no midió, pasó, juzgó ni criticó. Agradecí su amabilidad y aquella hoja de papel donde apuntó aquella dirección.
Finalmente llegué hasta el lugar: una biblioteca.
Y allí, rodeada de libros, hallé mi lugar, entre los miles y miles de volúmenes me perdí y entre páginas y páginas repletas de historias hallé al fin mi sitio.
Todos los días me empapaba de libros, soñaba despierta con lugares e historias prestadas y que, con el tiempo, hice míos.
Y un buen día, acudí a la biblioteca con un cuaderno y un bolígrafo y retomé mi viaje comenzando a escribir mi propio sueño.
Meses más tarde, a medio camino, comencé a sentir que me desdibujaba a cada página escrita en aquel cuaderno, que me convertía poco a poco en historia. Y así, mi propio cuerpo se colaba en ocasiones dentro de sus páginas, acompañando a una coma, a un adverbio acabado en "mente" a una preposición, a un verbo transitivo o a una pregunta aún sin respuesta.
A veces sentía frío, otras veces, calor. No importaba si era invierno o verano. El calor podía sentirlo a cero grados, el frío, durante una tórrida noche estival. "¿Estás listo?", me decía el cuaderno. Y regresaba a la biblioteca para estar cobijado, sin frío ni calor. En la biblioteca me sentía en paz. Cuando uno se halla bien, se siente inmortal. Allí era yo. Eterno.
Así llegó el día en que no dejé la biblioteca, salvo para comer y dormir. Yo la abría y yo la cerraba. Incansable escribía, incansable me creaba a cada línea. Y lo inevitable, llegó. Puse la palabra "fin" en mi cuaderno.
Recibí el final con los brazos abiertos pues, para mí, solo era el principio. De vivir momentos dentro de los libros, pasé a vivir para siempre. De salto en salto, de libro en libro, de página en página, de historia en historia. Y, de sentirme eterno, pasé a hacerme realmente eterno.
Hoy vivo al abrigo de los cientos y cientos de volúmenes, crezco con cada uno de los nuevos inquilinos de la biblioteca y con cada lector que se adentra en sus páginas.
Hace meses uno de ellos encontró mi cuaderno, oculto tras los volúmenes de teología. Hoy lo observo cuando escribe en él, continuando mi historia. Empezó a escribir tras mi palabra "fin". Ignoro cuándo escribirá el suyo. De momento, ya comienza a perderse, de cuando en cuando, entre las páginas de los libros. Hoy lo hace perdido, pero sé que un día lo hará sabiéndose eterno, como yo.