Revista Literatura
LA BILLA DE ACERO (Fragmento)
Publicado el 17 abril 2019 por RoggerMe sorprendió su invitación para ser mi amigo en Facebook. Veinte años después había cambiado mucho, sin duda, mas su expresión anodina, impersonal seguía intacta. Hice clic en el recuadro y le acepté. Recién después se revolvió mi memoria hasta aquella tarde de sábado, cuando el seis a cero que hasta hoy me lo reprocha Cory. Entonces él tenía diez años, yo nueve. Era menudo y flaco, desaliñado, vivaz. Un maestro jugando a las canicas, y argolla, y ciria. Y cuanto juego se hubiese inventado. En el fulbito era, además de talentoso, un tipo malvado y mañoso. Así como te hacía presa de vergonzosas guachas, oprobiosas fintas y tacos, también te pateaba, codeaba y siempre trabajándote a la boquilla.
Diez años y Pillo era un viejo zorro de la vida. Podía estar todo el día sin comer y ni hambre sentía. Todos iban y regresaban de sus casas y él seguía allí, jugando y ganando. Solo tenía mamá y hermanos en una casa donde parecía no haber lugar para él. La señora trabajaba lavando ropa a mano en el río. La recuerdo, tenía unos profundos ojos verdes agobiados por sus prominentes pómulos. Era alta, hermosa y silenciosa. Podía cargar una batea llena de ropa en un brazo y otra sobre su hombro.
No sé por qué lo llamaban Pillo. Y a sus hermanos, Los Pillos. Todo el tiempo mi madre me reprendía, primero por llamarlo por su apodo, y después por juntarme con él y los demás vagos. Al mismo tiempo sentía compasión por él y lo invitaba a nuestra casa. Pillo la miraba desconfiado, altanero, y se iba como si no hubiera escuchado nada. Al caer la noche, vendía a los derrotados sus propias canicas, iba a la tienda y se compraba una coca cola, un bizcocho y un plátano. Llevaba un cuaderno, pero nadie lo vio en la escuela.
Yo le temía y admiraba, en igual proporción. Él tenía víctimas, no amigos.
Calculo que me ganó cientos de canicas de vidrio. Pero no mi billa de acero, reluciente, magnífica. Nunca se la mostré. Ni a él ni a nadie. Me bastaba tocarla, sentirla en mi bolsillo, sopesarla. Era mi riqueza, mi orgullo, mi gran secreto. Aquella tarde, a falta de Windor, Pillo me ordenó que tapara. Me enlucí las manos con saliva y me ubiqué bajo los tres palos. Tras una volada que evitó el primer gol, me levanté envuelto en polvo. Cuando abrí los ojos, pude ver más allá un súbito conciliábulo. Acudí. En las manos de Pillo relucía mi espléndida billa de acero. Revisé mi bolsillo. No estaba.
—¡Es mía! grité.
Me miró con sorna.
—Me la encontré. Todos lo han visto.
Los demás rieron, desparramaron y, sin demora, recomenzó el partido.
Lo busqué con la mirada. Quería que notara mi furia. No hubo pizca de condescendencia en sus ojos. Peor aún, más desdén y sarcasmo. O burla. O desprecio y amenaza. Eso o todo, no sé.
Pensé. Me golpearía. Como todo buen callejero era ducho en la pelea. Le había visto escupir sobre los sangrantes caídos. Cory se enteraría y sentiría vergüenza de mí.
Uno a uno fueron llegando los goles. Por primera vez sentí que a Pillo no le molestaba la goleada. No me insultaba, como solía hacerlo cuando alguien fallaba como yo estaba fallando. Como nunca, no le importó perder. Desde cualquier lugar de la cancha me miraba sonriendo.
Cuando terminó el partido, se acercó sudoroso y esmirriado.
—Te la juego.
Lo miré sin entender.
— Te la juego —volvió a decir—. Mi billa, te la juego.
— Bien, dije. Total, qué más daba si la perdía también de ese modo.
— Bueno, pero si pierdes me llevo a tu hermana.
Le partí el labio.
Después fui a parar al hospital, con la ceja rota y los huevos hinchados de tanta patada que me dio en el suelo.
Derechos Reservados 2019 de Rogger Alzamora Quijano