Su mar era tan profundo que, a veces, daba la impresión de poder bucear en su interior en busca de los más extraños e insólitos tesoros que la vida esconde a los mortales.
Pero, ay, su cuerpo era la cariátide que sujetaba el templo de su hermosura. El apogeo de su esplendor, la cúspide de su abrasadora y arrebatadora perfección.
Y en cuanto un día mi timidez logré aplacar unas palabras conseguí pronunciar:
-¿Qué bondadoso dios logró crear tal esplendorosa criatura?
-Ni dios ni mujer, fuiste tú quien me dio la vida.
¿Pero cómo podía ser aquello posible? ¿Cómo podía yo haber dado la vida a tan hermosa dama?
Ataria me hablaba de cosas irreales, imposibles. Nada de lo que de su voz acampanada salía tenía sentido alguno para mí.
-¿Cómo podría vivir feliz estando contigo?
-Nunca lo harás, querido, pues el día que más desees estar conmigo será el día que te des cuenta que persigues una niebla, y nada más que una niebla.
-¿Es tu amor una bruma que se condensa en mi valle de esperanzas?
-Es tu esperanza la niebla que se convierte en hielo cuando la verdad la toca.
¿Pero qué podía ella estar diciendo? ¿Acaso no sabía que la amaba más que a mi propia existencia? ¿No era obvio que recorrería el mundo con tal de hacer feliz a tan perfecta mujer?
No, no podía entender por qué me hacía sufrir entre sonrisas y voces de terciopelo.
No, no podía entender que su amor fuera el sol que nadie jamás podrá rozar con los dedos.
Y entonces, tumbado en el lecho de mi muerte miré en derredor a las figuras oscuras que se encontraban junto a mí. Todas suspirando. Todas velando por mí.
Entonces entendí que al filo de la vida y la muerte mi imaginación se libró creando bellas figuras a las que abrazar para, quizá, encontrar la luz que jamás pude encontrar.
Y que sólo en mi mente, en lo más hondo de mi mente, pude vislumbrar.
La bruma por Jessyca Mayorgas Arrabal se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-SinObraDerivada 3.0 España.
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