Cuando mi hermano y yo vinimos al mundo, mi padre decidió delegar lo concerniente a nuestra educación en mi madre. No por nada. No quiero que esto dé lugar al pensamiento de que mi padre no se quería hacer cargo, porque no es verdad. Es sólo que de alguna manera él intuía que la “educación” que él podía darnos no era la adecuada. Quería hijos que lucharan de adultos, que no se conformaran, que no mirasen al suelo, que supieran enfrentarse al mundo. Y en su ignorancia (pero gran sabiduría) él sabía que la educación que le habían dado a él, la educación que él repetería, no era buena.
Por si acaso los que venden libros a costa del sufrimiento infantil piensan que lo suyo es innovación, os diré en qué consistía la educación a la que se refería mi padre: el niño manipula, la relación con él es una gran guerra cuyas batallas hay que ganar una a una, y para ello, al niño se le ignora para darle a entender qué actitudes no son bien recibidas, se le castiga (incluso con azotes) para reprenderle, y se le premia cuando haga las cosas “bien”.
Lógicamente, para el adulto, este tipo de “educación” es la más fácil: cría niños sumisos (y, por lo tanto, adultos sumisos), que no discuten, que no te ponen en evidencia, y no te hacen pensar tampoco. Y si el niño no se convierte en el adulto que esperamos, entonces todo se soluciona con un “ha salido mal”, siendo la responsabilidad también del hijo, que no ha querido asimilar aquello que su progenitor ha intentado inculcarle.
Es, por otra parte, un tipo de educación muy útil socialmente hablando: el niño, ya adulto, no es capaz de pensar. Busca en cada una de sus acciones el premio inmediato por haberse “portado bien”, y desestima acciones incorrectas sólo por temor al castigo. Es dócil e incapaz de tomar decisiones por sí mismo, y por lo tanto, es fácil hacerle creer que nada de lo que él individualmente haga, puede cambiar las cosas. Está sólo en el mundo, igual que como se sentía cuando era ignorado, así que no se creerá capaz de luchar contra ninguna injusticia y aceptará sin más el orden establecido. Como además se le ha desprovisto de toda capacidad de empatía no será capaz de ver la desgracia ajena sino como un síntoma de que el otro está siendo castigado y por lo tanto es un “fracasado”. Son éstos los que aceptan sin más que el mundo tiene recursos ilimitados y que quien no es capaz de encontrar trabajo o no puede tener un empleo bien remunerado es que no sabe o no quiere hacerlo. Mientras que quienes tienen éxito es porque son premiados, y por lo tanto son “triunfadores”. Esté en el lado que esté no se lo cuestionará tampoco.
Para mi madre, y todo sea dicho de paso, para mí también, a los niños se les educa con el ejemplo. Ni hay premios ni castigos, sino integración en la vida. Al hijo se le acompaña en su camino, se le permite tomar decisiones, y se está ahí, como un pilar insustituíble, cuando la decisión no es la correcta. Al hijo se le ama incondicionalmente, y se demuestra ese amor. Se le hace ver que es importante, que lo que siente, y piensa y opina es digno de tener en cuenta, y que su actitud puede cambiar las cosas.
Estos son los niños que, una vez adultos, saben reconocer una injusticia, y no se doblegan. Son los adultos creativos que pueden cambiar el mundo, los que reconocen el engaño en la frase de los coach de recursos humanos “no importa si no vas a trabajar, la empresa tendrá beneficios”, y saben que si nadie va a trabajar, la empresa tendrá pérdidas.
Veo cada día hombres y mujeres (sobre todo mujeres) que son incapaces de tomar decisiones, a los que les asusta que una “figura de autoridad” les diga una frase con tan poco sentido como “bajo tu responsabilidad”, que están deseando salir de trabajos que detestan o no les llenan para obtener su premio en un centro comercial, que dejan la educación de sus hijos en manos de otros, porque ellos nunca van a ser suficientes, que no pueden mirar fijamente a los ojos a quien creen superior.
Por eso tengo que agradecer a mi madre el haberme guiado y acompañado, y a mi padre el haber comprendido, a pesar del gran esfuerzo de cada día, a sus hijos en caminos que sé que no compartían. Porque ahora los dos sabemos reconocer injusticias, porque sabemos cómo levantarnos, porque somos conscientes de que si todos nos unimos esto cambiará, porque no buscamos premios para hacer el trabajo bien hecho, y porque aquello que está mal no lo hacemos, no por temor a un castigo, sino simplemente porque está mal.
Y lo escribo ahora, a punto de terminar un año muy duro, porque ahora más que nunca soy consciente de mi buena educación.