Revista Diario
Por segunda vez en mi vida, y de igual manera por segunda vez de mutuo acuerdo, he desalojado una oficina en la que he pasado muchas horas de mi vida creando proyectos. La primera vez fue hace doce años cuando me fui de la empresa que, sin ser mía, la sentí así siempre y ayudé en todo lo que pude para levantarla. En ese entonces entré a trabajar con dieciséis años recién cumplidos y salí con treinta y siete. Una vida completa. Recuerdo que el último día llegué con el coche de empresa que tenía asignado y me fui a pie, caminando los dos kilómetros largos que separaban las oficinas de la estación del tren. Las cosas, pocas, en una bolsa de plástico y las lágrimas, muchas, cegándome la vista hasta alcanzar al andén de destino.
Hoy, hace apenas unos minutos, he tenido un dejavú de aquella tarde lejana. La bolsa de plástico la he sustituido por una caja de cartón al más puro estilo de las películas americanas, y las lágrimas han brotado consecuentes y breves ya en la tranquilidad de casa. Y si bien este desahucio de oficina no va a suponer un cambio drástico como lo fue hace una década, sí que en mi corazón siento una sensación de vacío y tristeza víctimas del duelo de la pérdida.
Atrás quedan las ilusiones, los momentos vividos, las ideas triunfadoras y los fracasos, pero sobre todo queda la gente con la que se han compartido miles de horas. Gracias por estar ahí. Como todo en la vida, también esta situación provocará tristezas y alegrías a mí alrededor, pues nadie trina a gusto de todos, pero en mi conciencia queda la fortaleza de no haber tomado decisiones inmorales ni una sola vez que recuerde.
Estos años han sido fabulosos, mi trabajo extraordinario, y justo es agradecer a quienes confiaron en mí para haberlo llevado a cabo, así como me quito el sombrero por la elegancia y reconocimiento que han tenido en el momento de asumir este cambio y las oportunidades que me brindan para seguir en otros ámbitos profesionales. Y digo que ha sido extraordinario porque pocos trabajos pueden haber mejores en la vida ya que mi función era hacer inolvidables las vacaciones de la gente, algo que en un porcentaje casi del cien por cien ha sido el leitmotiv de mi trabajo.
Sin embargo no escribo este post para hablar de mis fracasos, sino justamente para hacer notar este casi que he reconocido en el párrafo anterior. Todos estos años, como decía, mi objetivo profesional ha sido que todos los visitantes de República Dominicana que habían contratado sus vacaciones con nosotros las disfrutaran al máximo, por supuesto también que gastaran el máximo de dinero posible, pues de eso viven las empresas, pero que lo hicieran en experiencias inolvidables y sobre todo que por nuestra causa nadie se llevara un mal sabor de boca en sus vacaciones. Nadie se acuerda de qué le costó el menú del día que pidió matrimonio a su pareja, sólo si el momento fue hermoso porque todo estuvo bien o una pesadilla porque la comida fue una mierda. Contando a groso modo, han sido más de un millón de personas a las que los equipos que he dirigido en estos años (agradecido a todos) hemos dado servicio durante sus vacaciones, y esa es una cifra que da vértigo. Imposible acertar con todos, por supuesto. De hecho quiero aprovechar para pedir perdón a todos aquellos que se hayan visto afectados por nuestros errores, es injustificable ahorrar un año entero para hacer vacaciones y que por culpa de un tercero algo salga mal, pero a veces las cosas pasan y lo único que puedo hacer, como he hecho siempre en cada momento, es asumir la responsabilidad y pedir sinceras disculpas.
Decía que mi objetivo ha sido casi siempre hacer que la gente disfrutara de sus vacaciones porque a veces se nos olvida qué hemos de hacer. La presión del cargo, los egos, los números, las situaciones internas, los resultados, etcétera hacen que a veces gastemos un tiempo precioso para mantener los puestos de trabajo en lugar de para hacerlos rendir. Y si bien no conozco a nadie que haya contratado a un tercero para que se aferre al puesto, a veces la única manera de mantenerse en ese puesto es aferrándose a él porque los resultados destilados de las funciones para las que fuiste contratado no siempre son suficientes.
Y esta reflexión creo que no aplica a un trabajo, ni a una empresa en concreto. Esta reflexión aplica a todos los ámbitos de la vida, a la pérdida de la visión del objetivo por las distracciones del camino. Como dicen los españoles, a que a veces los árboles no nos dejen ver el bosque. Las relaciones humanas acarrean un esfuerzo intenso, en ocasiones placentero y productivo y en otras desagradable y parasitario, y es la función de cada uno de nosotros, directivos o no, estriar en cada decisión si nos aparta del objetivo o bien nos lleva por el camino que habíamos escogido. Si haces zapatos, tu única preocupación ha de ser que tus zapatos salgan perfectos, no si el del lado gana más, si el otro los hace mejores, si el de más allá ha dicho que tus zapatos son peores, o si fuera de la fábrica está lloviendo y uno ha salido a mojarse. Si tu trabajo es hacer zapatos, haz zapatos, y si tu obligación es dirigir a los equipos que hacen zapatos, olvídate de todo lo demás y ayuda a crear las condiciones perfectas para que los zapatos salgan perfectos. Cuando esto se olvida, los deseos, los objetivos y las empresas, mueren.
Cierto es que puede haber alguien que no valore la calidad de tu trabajo, hagas zapatos o zanjas, pero también es cierto que nadie puede saber mejor que uno mismo si realmente se esforzó en hacerlo bien o se distrajo por el camino, y si la respuesta es que diste lo mejor, qué narices ha de importar la opinión de los demás, incluso si esos demás son los responsables de que sigas o no en tu trabajo. Como escribía hace unos días en un post sobre el éxito personal, creo que la clave está en ser constante y buena persona, y si realmente te has esforzado en ambas, el éxito está garantizado aunque lleves tus cosas dentro de una caja de cartón.