La caja de Pandora, quinto film de la cineasta turca Yesim Ustaoglu, galardonado con la Concha de Oro en el pasado Festival de San Sebastián, destapa la caja de los truenos cuando la vida de tres hermanos que ya no cumplen los cuarenta se ve momentáneamente alterada por la desaparición de su anciana madre, enferma de alzhéimer, y tienen que partir en su búsqueda hacia su pueblo natal, en la costa montañosa del Mar Negro. Un viaje físico donde se destaparán viejas rencillas, diferencias en cuanto a modos de abordar el presente o el futuro, incluso el pasado; una prueba de la vida en la que deseos, miedos y frustraciones saldrán necesariamente a la luz cuando, por fuerza, la nueva situación hace necesario aunar esfuerzos y relajar diferencias para lograr salir airosos adelante. Pero también es un viaje hacia el interior de las relaciones humanas, hacia como se afronta la incómoda realidad de la vejez, la enfermedad, los prejuicios acompañantes y, en definitiva, la soledad que acarrea casi siempre la cara b de la vida, esa parte menos grata que de vez en cuando a casi todos, de un modo u otro, nos toca afrontar.
Relato contundente, radiografía dura y demoledora que no incurre en el melodrama lacrimógeno, hecha con ritmo pausado pero con suficiente sensibilidad, logra adentrarse en cada uno de los personajes y transmitir de forma más que correcta sus contradicciones y sus sentimientos. Y al tiempo que lo hace, nos ofrece un buen retrato de algún que otro asunto latente en la sociedad contemporánea, de la hipocresía, insolidaridad e individualismo frente a los débiles o enfermos cuando ya no cumplen un papel social activo, de los grandes contrastes todavía existentes entre el medio urbano industrializado y el rural y, como no, de la relaciones generacionales siempre conflictivas que, en este caso, se resuelven mediante un extraña pero positiva sintonía entre la abuela, excelentemente interpretada por la francesa Tsila Chelton, papel que le valió la Concha de Plata a la Mejor Actriz, y el nieto, un adolescente que todavía no ha encontrado su rumbo, a cargo del joven actor Onur Unsal , con una interpretación menos brillante, aunque aceptable.
Hasta aquí los aspectos más interesantes y destacables, porque la película fracasa a la hora de abordar los temas con pulso y ritmo narrativo suficientes. No se trata de que sea excesivamente dilatada, que lo es, ni de que abunden o no los largos silencios; el cine está lleno de ejemplos con construcciones en la que solo intervienen determinadas miradas o gestos cargados de contenido y significado, y se pueden construir magníficas secuencias basadas únicamente en imágenes, precisamente el mejor arma del lenguaje del cine. Lo que sucede es que la película insiste machaconamente durante casi dos horas en la misma idea, a base de hacer pasar a la abuela por la casa de los tres hermanos y posteriormente regresándola al pueblo con el nieto, para decir una y otra vez lo mismo, sin avanzar hacia ninguna parte. Y lo que durante la primera media hora resulta interesante, decae en la segunda; hacia mitad del film miradas al reloj y cambios de postura en la butaca porque no se nos ha contado absolutamente nada desde hace demasiado tiempo y no se ha ofrecido otra cosa que reiterarse en los aspectos más grises de la realidad humana. Y la sensación que queda es la de haber asistido a una buena radiografía de personajes, tal vez demasiado apagados, intrincados, ásperos, y a un retrato de la vejez que no por su obstinada sensibilidad deja de caer en el exceso enfático sobre un mundo observado desde cierta óptica exageradamente triste y amarga.