El viejo Celestino, se acercó caminando lentamente a su rincón favorito bajo el frondoso tilo desvergonzado de hojas, con su espalda encorvada y su bastón de mango de carey. Un otoño ebrio de viento, casi le arrebata la boina, que rápidamente volvió a colocar en su cabeza semicalva. Sobre el banco de la plaza, el paquete envuelto en un papel azul brillante llamó su atención. Lo tomó entre sus manos y con movimientos lentos comenzó a rasgar el envoltorio. Tenía el tamaño de una caja de zapatos. Adentro, objetos diversos. Montó bien sus anteojos sobre la nariz y observó con atención. Una caracola, fue lo primero que tomó. Según el escrito debía colocarla en su oído y solamente escuchar. El rumor del mar comenzó con un ronroneo suave de gato mimoso, hasta acrecentar en el golpeteo fuerte del oleaje contra los riscos. Recordó su pueblo de pescadores, con las barcazas pintadas de brillantes colores. Su infancia, de niño montaraz, esperando en el puerto a su padre que retornaba feliz, cuando la suerte lo acompañaba, con las redes rebosantes de pescados.A su lado un caballito de arcilla al que le faltaba una pata. El instructivo decía:
-¿Te acuerdas del Negro?
Como olvidar a su inseparable amigo, ese alazán envidiado por todos sus amigos, en el que una endiablada tarde de verano, por ganar una apuesta lo obligo a saltar la cerca. El Negro estaba viejo para esos trotes y una de sus patas traseras golpeó fuertemente contra el tronco, rodando los dos por la tierra reseca. La mirada asustada de su caballo se clavó en la suya como un puñal. Su padre lo remató con un tiro certero en la cabeza. Siguió hurgando en la caja, una carta amarillenta por el paso del tiempo. La que le escribió a María, la última antes de partir para América, con promesas de amor y de una vida juntos en la nueva tierra. Los años fueron pasando y nunca retornó. Tiempo más tarde supo que se había metido a monja.El papel seguía hablando:
Rompe la carta.
Lo invadió la angustia mientras sus manos callosas obedecieron y el papel resquebrajado por el paso del tiempo se entremezcló con las hojas ocres de los árboles.Sobre el otro costado encontró la cuna, la que había tallado su abuelo, diminuta pero con las mismos arabescos con la que fue moldeada. Una roseta en el medio y un ángel a cada lado del respaldo. Allí había dormido su madre, allí el mismo fue acunado por las mujeres de la familia. Se la habían mandado por barco, cuando nació su único hijo, para que el nuevo brote del árbol familiar fuera mecido en el tronco de su progenieEse hijo tan querido pero tan loco, con esas ideas extrañas de cambiar el mundo, desaparecido en las sombras en una noche fatídica. Nunca más supieron de él. Su esposa murió de tristeza y él se quedó solo, soportando sobre sus hombros todo el dolor del mundo. La acarició con delicadeza y leyó:
Guárdala nuevamente.Siguió buscando y no encontró nada más. Cuatro objetos, solo cuatro. Volvió a tomar el papel, con manos temblorosas y allí en letras doradas estaba escrita una última frase:
¿Y tú, qué vas a hacer Celestino?
Lo envolvió el recuerdo de la caracola, el caballo, la carta, la cuna. Ya no quiso pensar ni sentir más. Se enroscó sobre sí, como un feto, como un niño no nacido y se fue reduciendo poco a poco, acurrucándose dentro de la caja.