En medio del viaje agotador, del hambre, de la desesperanza por no saber cómo ni cuándo llegarían,ellos tuvieron un relámpago de esperanza.La caravana transitaba el monte como otra hilera de hormigas que el sol hiere constante, a pesar del techo de ramas polvorientas que los cubría en su peligroso y secreto viaje. Los hombres cabalgaban silenciosamente mascando tabaco, hojas de coca y sus recuerdos en esos senderos ocultos, avenidas de indios y bandoleros. Solo las carcajadas de una mujer madura y borracha rompían de vez en cuando con la circunspecta prudencia de los viajeros.En medio de su éxodo tuvieron –como dijimos- un encuentro que les permitió sentirse esperanzados. Se toparon con un aborigen wichi que caminaba despreocupado por el monte y que extrañamente no se previno de ocultarse ni huyó al oírlos cerca de su camino. Luego que le rogasen por comida éste les respondió que no, que viesen cuan delgado él estaba, que esa no era una tierra de buena caza. Solo sol, mucho sol, y fibra de chawar (esa era su busca) podía encontrarse fructíferamente allí. Sin embargo, les indicó, hallarían un campamento de bandoleros escondido en medio de los cerros si cabalgaban durante dos días hacia el nordeste. Las tribus del lugar acostumbraban comerciar alimentos u otros productos con ellos.El paisano les había encomendado que les dieran sus saludos a los bandoleros. Los siguientes dos días de cabalgata rezaron tanto al Arquitecto Supremo como a la Virgencita por que el indio no les hubiera engañado. Todos oraron, menos la mujer que vestida de coronel reía bravíamente mientras bebía aguardiente de caña de una petaca siempre llena.Al tercer día un par de hombres, enviados de avanzada, encontraron el caserío y eso los llenó de optimismo.Llegaron de noche. Los bandoleros los esperaban despiertos, estaban preparando un gran asado de bienvenida, el olor a chancho asado era bien disimulado por el monte, pero, a poco de llegar al último recodo antes del campamento florecía en suntuosos vetas de sabor, de grasa chirriante, de sabores que erizaban los sentidos de los hambrientos jinetes al punto de sentir comezón por todo su cuerpo.Antes de comer los anfitriones discutieron brevemente sobre quien daría unas palabras de presentación y bienvenida. Fue elegido (casi contra su voluntad) un joven de aspecto tímido y serio. Este les explicó que estaban asentados allí hacía ya casi cien años. Vivían de comerciar lo poco que podían producir con los indígenas, de cobrar pequeños peajes a los viajeros y del pillaje. Habían llegado a ciertos acuerdos económicos y familiares con las tribus locales. Tampoco temían al gobierno porque en esa región fronteriza no lo había. Por el mismo motivo no necesitaban de mayor secreto para sus actividades. Solo conservaban la tradición de no darle nombre a su aldea, ya que consideraban que así se comportaban discretamente.Como de tanto en tanto algunos de ellos decidían marcharse a probar suerte más cerca de la “civilización” estaban siempre dispuestos a recibir nuevos miembros. Y, esta caravana clandestina de hombres famélicos, sedientos, pero solemnes como conjurados… esta caravana en la que una mujer vestida de coronela se reía presa de los duendes de su constante borrachera les había inspirado gran simpatía.No era, entonces, piedad sino respeto fraterno lo que les había hecho decidir invitarles comida y proponerles integrarse al grupo. Las batallas contra los españoles ya habían terminado y no era la primera vez que veían a ejércitos revolucionarios enteros huir derrotados por la pluma de algún burócrata.Entonces, y sin más preguntas, estaban invitados, a compartir esa cena y a discutir luego si deseaban integrarse al grupo o si deseaban continuar en paz su viaje.
El humo que excitaba los sentidos de los viajeros, propiciaba todo menos los largos discursos y, sin embargo, el jefe de la caravana pidió permiso para hablar, para presentarse él y a su grupo. No eran malos modales ni soberbia, solo que era necesario explicar el motivo de esa extraña comparsa. El hambre era hoy una costumbre y no huiría el asado por unos minutos más de atención, de palabra.Como fue pedido, como era necesario, escucharon la historia de la caravana de exiliados.La región de Bermejo había florecido gracias al contrabando durante años. A pesar de las prohibiciones coloniales no habían tenido problemas en enriquecerse gracias al comercio. Al iniciarse las guerras de la independencia habían aportado generosos recursos y también hombres para sacarse de encima las autoridades españolas y sobre todo sus prohibiciones, que los asfixiaban.Así, confabulados en Logia habían decidido que el designio divino, natural, necesario, era su independencia. Una nueva Nación Comerciante que controlase el tráfico de mercancías entre las Provincias Unidas, Lima y Asunción. Por ese destino habían conspirado y combatido contra españoles y porteños, tratando siempre de simular lealtad frente a ambos bandos.La República de Bermejo fue un hecho mientras no hubo un vencedor definido. Luego, los realistas se retiraron derrotados y entonces los porteños comenzaron a enviar espías y a organizar complots para debilitarlos. Nunca hubo una represión abierta pero era innegable que habiéndose enterado Rivadavia de su plan estaba decidido a disolverlos.La Logia de los Mercaderes Libres del Bermejo creyó que solo sería cuestión de ocultarse, de volver al día a día de su sistemático fortalecimiento económico para esperar un mejor momento en el que volver a luchar. Al final, el nuevo gobierno terminaría por reconocer que los necesitaba. Necesitaría de su oro aquí en la frontera.Confiando en la mala memoria y la miopía del Estado sufrieron sistemáticos robos de tierras y mercancías a manos de protegidos del gobierno. Creyendo en una piadosa tregua sufrieron el asesinato de su Gran Maestro a manos de un sicario enviado por Buenos Aires. Se sabía que Rivadavia no toleraba su riqueza, ni a su mujer, porque convivían sin estar casados y consentía que ella vistiese las ropas militares que había utilizado durante la guerra.No pudiendo garantizar ya su propia estabilidad, ni la de la viuda, ni el respeto al cuerpo de su jefe, habían determinado viajar discretamente a Santa Cruz de la Sierra, allí había nacido su jefe, allí podrían vender su cuerpo (preferentemente al gobierno aunque la Iglesia también pujaría por él) previamente embalsamado y macerado en alcohol. Exigirían como parte imprescindible del trato que se contrate a la viuda como cuidadora del cuerpo. O al menos que se le asignase una pensión vitalicia.Toda la región del Alto Perú tenía en gran estima las reliquias de los guerreros y líderes caídos así que se descontaba obtener un trato ventajoso. El cadáver del viejo líder del Bermejo, rico dueño de recuas infinitas seria bien recibido para su descanso público en su lugar de nacimiento.La caravana del muerto necesitaba cumplir este último servicio y después, luego, de haber perdido sus riquezas y propiedades, luego de haber sido derrotados en su guerra, después de vender el cuerpo de su líder. Al final de todo volverían por la senda buscando vida y libertad,ocultos de los ojos de sus enemigos.Porque más allá de los espejismos de la propiedad y la riqueza la frontera siempre seguirá siendo un camino perdido donde, despojados,los hombres pueden volver a iniciar su hermandad.