"Nunca sabréis quiénes son vuestros amigoshasta que caigáis en desgracia"
Napoleón Bonaparte
En unaciudad porteña.
Se acercaba cada jueves por la misma plaza pues, encierto modo, necesitaba contemplar aquel formidable acontecimiento. Ese día,sin embargo, se encontraba a una distancia considerable y su cerebro se valióde los recuerdos para reconstruir una imagen adecuada de aquel singular grupode mujeres: un pañuelo en la cabeza que cobija el pensamiento, un pensamientoque alberga el recuerdo de los que no callan, de los que gritan susilencio en gastadas fotografías, como silencioso es el caminar de quienes lasportan. Presenciar tal derroche de valentía mancillaba su conciencia y le hacíasentirse mal consigo mismo. Sin embargo, aquella manifestación tan llena defuerza y esperanza alimentaba su propio coraje y, en los últimos años, le fuepreparando paulatinamente para enfrentarse al mundo al que pertenecía y en elque experimentó la auténtica felicidad. A diferencia de aquellas mujeres, éltenía en sus manos la posibilidad de descubrir un paradero: el suyo propio. Sinsaber exactamente cómo, había tomado la decisión.
Alguien le avisó. Hizo retroceder de pronto su mirada,como quien retira el ojo de un telescopio y regresa a la realidad tras unlejano viaje por las estrellas, y cayó en la cuenta de los restos de lluvia enel cristal de la ventana, recordando el lugar en el qué se encontraba. Atravesóel suelo enmoquetado para llegar a una silla de color chillón frente a una mesadel mismo tono estresante. Desde el otro lado, atendieron de inmediato susolicitud. Rodeada de catálogos con fotografías de lugares fascinantes, laempleada tañía el teclado en su frenética búsqueda de una plaza de aviónmientras rezumaba una simpatía estudiada en cursillos de ventas. Mientrasobservaba, sin mayor interés, el trabajo de la joven atractiva, que en otraépoca habría tratado de seducir, reflexionó en la posibilidad de haber estadoallí antes y llegó a la conclusión de que finalmente todas las agencias deviajes eran iguales. Había pisado esas mismas oficinas innumerables veces eninnumerables lugares.La perfecta combinación entre un pequeño capital inicial,su astucia y una gran dosis de suerte, le convirtieron en poco tiempo en unhombre rico. A partir de ahí, consiguió el resto gracias a su dinero. Noobstante, en los últimos años se sentía hastiado de la necesidad de comprar elcariño o la estima; asqueado de falsificar su alegría. Estaba solo o, enrealidad, siempre lo estuvo y ahora empezaba a comprenderlo. Recientementecomenzó a plantearse una disyuntiva para solucionar su amargura, eligiendo lasegunda alternativa, pues para la primera siempre tendría tiempo, y concluyóque antes de quitarse la vida no perdería nada si visitaba su pasado. Habíaconfundido sistemáticamente la búsqueda del lugar perfecto con la huida de símismo y llegó el momento de enfrentarse a sus orígenes.-Señor, excúseme señor – solicitaba su atención laatractiva señorita desde el otro lado de la mesa-, señor, ya tengo su vuelo.Observó el billete, el destino, la capital de laprovincia que le vio nacer.En su lujoso automóvil, camino de su lujoso apartamento,se imaginaba a sí mismo frente a un papel en blanco. Llegó a casa.-Hola, ya estoy en casa –le dijo a la soledad-. ¿Habéistenido buen día? ¿No? Pues el mío ha sido cojonudo. Veamos quien da la murgaesta vez –dijo encendiendo el reproductor del contestador automático queanunció dos mensajes:-Hola, cariño. No, cariño no, tal vez debería decirdesgraciado. Ya me enteré por Fidel que te marchas. Nunca te pedí nada y nuncaquise hacerme ilusiones con vos. Acepté lo que me ofreciste y punto. Perodebiste tener algo más de consideración con mi persona y prescindir deintermediarios. En fin, canalla, supongo que tendré que perdonarte… Comosiempre… Espero que encuentres lo que buscas y que te vaya bonito. Ciao, miamor.El celular emitió un pitido, después ofreció diferentesopciones y prosiguió su locución. Mientras escuchaba, se sirvió una copa devino de su tierra y tomó asiento frente a un escritorio buscando los útilesnecesarios para escribir una carta a la antigua usanza. Sonó elsegundo mensaje:-Hola desgraciado. No, desgraciado no, tal vez deberíadecir estúpido desgraciado, que es lo qué sos vos. No conforme con obligarme amí a tirar tu plata en absurdas organizaciones, a mí que soy amante del dinero¿entendiste? No conforme con eso, me utilizas para despedirte de Carla.¡Carajo, cómo se puso! Sos la repanocha. En fin, supongo que te perdono porque…este… la cifra por mis últimos servicios reconozco que es formidable. Así quenada, te deseo suerte. Ciao, boludo.No sintió temor al enfrentarse al papel enblanco. De hecho, le resultó mucho más sencillo de lo que pensaba escribiraquella carta. Una vez concluida la redacción, copa de vino en mano, analizósus propias palabras:“Mi querido Toñín” -lo cierto es que sigo queriendo a esepedazo de mamón-, “daría lo que fuera por ver tu cara en estos momentos. Sontantas las cosas que debería explicarte…”Terminó de leer con una espléndida sonrisa dibujada en sucara.-Bien, el sobre, el sello y mi amigo el cartero harán elresto.