Revista Literatura

La casa del lago, por B. Miosi

Publicado el 18 junio 2010 por Blancamiosi
Fue uno de los primeros cuentos que publiqué en este blog:
No creo en los fantasmas. Me resisto a creer en las ánimas en pena que los temerosos de Dios dicen que se arrastran buscando paz y perdón de sus pecados; algo incongruente, se supone que la religión de la Iglesia dice que fuimos redimidos de nuestros pecados. Entonces, ¿cómo dar fe a esas creencias rayanas en el fanatismo?
Siempre creí que todo tenía una explicación y una respuesta racional, por eso, cuando fui a vivir a la casa del lago no me preocupé por las habladurías del viejo del pueblo. Yo simplemente deseaba un lugar tranquilo donde pasar de vez en cuando unas vacaciones, pescando o navegando en un bote de remos que me llevara de un lado a otro en aquel bucólico lugar.
Me gustó la casa en cuanto la vi y no regateé el precio al comprarla. Parecía como si formara parte de una postal antigua, enclavada en el bosque y al mismo tiempo tan cerca y tan lejana al lago, un estrecho camino bordeado de piedrecillas que en un tiempo fueron blancas indicaba el camino al muelle de madera. Por dentro parecía ser más pequeña de lo que se apreciaba desde afuera, y su chimenea de piedra me acogía como si unos brazos invisibles me arrullasen resguardándome del frío gélido y del viento que ululaba entre las copas de los viejos pinos que la rodeaban.
Fue al tercer día de mi estancia en ella cuando empecé a escuchar unos ruidos que no supe bien a qué atribuir al principio, porque parecían salir de la garganta de un animal herido. Pensé que se trataba de algún lobo o tal vez algún gato salvaje que había sido blanco de un cazador furtivo, pero después de dar vueltas por los alrededores no pude encontrar nada que me indicara que mis sospechas fuesen ciertas. Aquella noche los gemidos lastimeros no me dejaron dormir, no porque temiese de algo tenebroso, era debido a mi preocupación de no poder ayudar a lo que sea que me estuviese necesitando. Decidí salir muy temprano y encontrar al animal, pero a la mañana siguiente tampoco pude hallarlo. El clima empezaba a cambiar, pronto empezaría la temporada invernal, y las primeras nieves empezarían a caer para transformar el paisaje, así que decidí aprovechar lo que quedaba del otoño y me embarqué en el bote con la intención de ir al sitio más lejano del lago. Quería conocerlo todo y aprovechar la tranquilidad de aquel paraje paradisiaco lejos del ruido infernal de la ciudad. Siempre me gustó el silencio, la soledad no era para mí un estado de abandono, sino por el contrario hacía que me sintiera libre, sin ataduras, y era así como me sentía esa mañana en mi bote, remando acompasadamente mientras de cuando en cuando echaba un vistazo a mi recién adquirida casa que se veía cada vez más lejana.
En uno de esos atisbos me di cuenta de que no se la veía. Hacía unos segundos estaba ahí, y de un momento a otro no estaba más. Creí que era producto de algún reflejo del lago o un truco de la luz matinal, pero cuando empecé a dar vuelta para regresar, con creciente desesperación supe con certeza de que en efecto, mi casa había desaparecido. Até las amarras en el muelle y corrí por el sendero de piedrecillas pensando que estaba perdiendo la razón. No lo podía creer, el lugar donde estuvo ni siquiera tenía huellas de ella. El conocido sonido lastimero empezó a escucharse y esta vez era un gemido gutural, que parecía querer decirme algo, me llamaba... decía: Ven conmigo, ven, entra, te espero... En un arrebato de locura hice el intento de dar el primer paso hacia donde había estado la puerta de la casa, donde se iniciaba el camino de piedras, pero haciendo acopio de un enorme esfuerzo me quedé con la rodilla levantada y luego la bajé lentamente situando mi pierna junto a la otra. ¿Fantasmas? Cavilé. Yo no creo en ellos. No creo en el diablo ni en el perdón de los pecados.
Me metí en el auto y tomé rumbo al pueblo. Por el espejo retrovisor vi la casa, tal como la había visto la primera vez, hermosa, etérea, como fuera de lugar. Vencí el impulso de regresar. Esta vez escucharía la historia completa de las habladurías que el viejo comenzó a contar y yo no le dejé terminar. Después, regresaré a la ciudad. Lo he pensado mejor y creo que prefiero la soledad del bullicio, que el bullicio de la soledad.
Después de conducir lo suficiente como para haber llegado, caí en cuenta que el pueblo tampoco estaba ahí, en su lugar vi un hermoso camposanto, bajé del auto presa de la curiosidad y salió a mi encuentro un hombre enclenque, de ojos arrugados, de aquellos que otean el horizonte. Era el guardián del cementerio, se acercó sonriendo y se paró frente a mí.
-¿Busca algo en particular? –preguntó.
-¿Qué sucedió con el pueblo? –Pregunté a mi vez.
-El pueblo. Humm... –El hombre pensativo, se agarró la barbilla-, ¿usted adquirió la casa del lago?
-Así es –respondí, impaciente.
-Permítame decirle que compró la casa equivocada. Muchos otros fueron timados, y nunca hubo forma de comprobar la estafa.
-No comprendo. Y no ha respondido a mi pregunta.
-El pueblo que usted visitó tampoco existe.
-Imposible. Estuve hablando con un anciano que me advirtió de sucesos extraños.
-Otra vez el anciano. –Murmuró el hombre para sí. ¿Recuerda su nombre?
-No me lo dijo. ¿Sabe usted quién era?
-Pregunté exasperado. Parecía que el hombrecillo no tenía por costumbre responder preguntas.
-Sólo puedo decirle que corrió usted con suerte, es el primero que escapó con vida. Si desea un consejo le sugiero que se aleje y no regrese.
-Quiero una respuesta. ¿Qué sucedió con el pueblo?
-El pueblo nunca existió. Lo que usted vio fue un pueblo fantasma, al igual que su casa.
-Yo no creo en fantasmas. –Afirmé.
-Es por eso que está vivo -contestó él mientras se alejaba perdiéndose entre las lápidas.
B. Miosi

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