El reloj ha marcado ya demasiadas horas en las muñecas manchadas de los que se reunen en esta casa para bailar agarrados el bolero.
María lleva el collar rehecho con perlas de otros ya rotos, los labios pintados para avivar una sonrisa casi permanente y mucho perfume dulzón de su marca de siempre.
La leve cojera no le ha impedido llevar paso ligero para no perder el autobús rumbo a Legazpi y con él dar esquinazo a las tristuras que ha dejado encerradas en casa junto a las miles de fotografías que empapelan las paredes y los cientos de adornos inservibles que decoran los muebles. (No sabe lo que es el minimalismo ni falta que le hace).
Y allí estaba, en la sala de baile, como cada tarde. Pero ella ya no espera a que la saquen a bailar como hacía cuando era moza; si no llega su compañero habitual le pide la pieza al primero que la mira dos veces. Le importa poco el "qué dirán".
No tiene a quien darle explicaciones pues el cura lo dijo bien claro "hasta que la muerte os separa" y aunque algunos fuesen más papistas que el papa ella no quiso guardar más del luto necesario a aquel que decía no saber nada cuando le preguntaba de quién era el sujetador dos tallas más pequeño que había encontrado entre los cojines del sofá.
Claro que lo quiso, incluso le perdonó su debilidad por putas y prostitutas, aún le lloraba en su aniversario y le limpiaba la tumba el día de los Santos, pero ella estaba viva y quería disfrutar de esa nueva niñez que la vida la devolvía sesenta años después. La primera se la había robado el hambre y el trabajo en el campo como a tantos otros.
Ahora se creía más lista o al menos valiente, tanto como para no dejarse arrebatar esta segunda por las amarguras de aquellos que solo viven para criticar la felicidad de los demás porque no son capaces de buscar la suya propia.
Y los dolores.. bueno... ahí estaban, se sobrellevaban o se intentaban olvidar, esos buenos ratos eran su fuerza vital.