Parte 2
En cuanto Jero tomó la esquina de la calle principal, animó el paso para ir rápido hacia su casa aunque aparentando naturalidad. En aquel pueblo había tan poco entretenimiento que cualquiera que pasera por la calle haciendo algo fuera de lo común se podría convertir en noticia. Observó varias cortinas moviéndose a su paso. No necesitaba mirar para saber qué anciana estaba detrás de cada una de ellas. Incluso sabía que al doblar la esquina de su casa se encontraría a la señora Nerfasia.
-Buenas noches, Jero. ¿A casa para hacer los deberes? –La señora Nerfasia siempre preguntaba lo mismo, su tiempo parecía haberse detenido cuando el joven todavía vestía pantalones cortos-. No hay nadie en casa. Tus padres han ido a un entierro.
-Gracias, señora Nerfasia -hoy no quería perder tiempo en explicarle que él ya no era un niño, que los que habían salido de casa eran sus abuelos y que el entierro al que siempre se refería era el de sus padres que murieron estampados junto al borracho de su marido que incompresiblemente fue el taxista del pueblo durante años- me voy, que tengo muchos deberes para hacer.
No era momento para recuerdos amargos. Jero estaba excitadísimo. La pesada broma que le iba a gastar a Rédulo iba a ser lo más comentado en el pueblo en muchísimo tiempo. En su cabeza todo el plan estaba encajaba a la perfección. Iba a ser algo colosal. Además de divertirse esperaba que de esta forma Rédulo dejara de creer en sucesos paranormales, misterios, espíritus y todo ese folclore irracional.
No perdió ni un minuto en la casa. La noche ya había caído y tenía poco tiempo para prepararlo todo. Se dirigió raudo al comedor. Abrió la portezuela de la izquierda de la alacena de nogal y agarró los cuatro frascos de laxante que guardaba ahí su abuelo. Él ya sabía que el medicamento tenía abundante fenolftaleína, aunque dudaba si era en pastillas o líquido. "Líquido, mejor, menos trabajo". Lo sentía por su abuelo que se iba a pasar un día incómodo hasta que pudiera ir al pueblo de al lado a reponer su arsenal de laxante, pero la ocasión merecía sacrificar un poco el tránsito intestinal del anciano. A continuación cruzó el patio de la casa hacia la cabaña en la que había de todo, como en la cueva de un brujo. Afortunadamente su abuelo era un tipo ordenado y todavía no le había dado por acumular basura. No fue complicado encontrar un par de brochas, un cubo y un vaso. También agarró el bote de plomo rojo que usaba su abuelo para evitar que la vaya metálica de la casa se oxidara. El abuelo iba a montarle una bronca monumental, pero merecía la pena.
Repasó los objetos que llevaba y se dio cuenta de que la pintura iba a oler demasiado fuerte y podría hacer sospechar a Rédulo. Necesitaba algo que oliera más fuerte que la pintura. Seguro que en el gallinero había algún huevo que había escapado a la falta de vista de su abuela. Entró con sigilo para no alborotar a las gallinas y comenzó agitar huevos al oído, hasta que dio con un par de ellos que hacían un ruido delator de su estado de podredumbre. Satisfecho salió del gallinero pensando que además de tapar el olor de la pintura haría que el nauseabundo hedor evitaría que el inocente Rédulo se entretuviera demasiado tiempo en la casa y descubriera la farsa.
Con el pequeño ajuar dentro del cubo salió a toda prisa por la parte de atrás de la vivienda de sus abuelos. Estaba seguro de que su plan funcionaría, pero antes quería hacer una pequeña prueba con el mismo tipo de agua que usaría Rédulo. Llenar el cubo con agua del río no era muy complicado porque éste discurría casi al pie de la casa. El inconveniente era rodear todo el pueblo para no pasar por delante del bar y poner sobre aviso de la gamberrada a la habitual panda de borrachos ociosos que mataba las horas en las sillas que miraban hacia la carretera.
El pueblo era pequeño, pero rodearlo con la tensión que llevaba acumulada Jero, hacía que pareciera que estuviera dando la vuelta completa a Manhatan; con la diferencia de que en lugar de enormes edificios y avenidas trazadas con tiralíneas, aquello era una sucesión de casas ruinosas, calles sinuosas y tapias derribadas por las raíces de fantasmagóricos abedules.
Ya casi había circunvalado todo el pueblo. El último obstáculo era la casa de Ipodio el sordo. Era paradójico tener que ser sigiloso al pasar al lado de la casa de un sordo.
En realidad la sordera de Ipodio no era total, de hecho se podía conversar con él si voceabas lo suficiente, aunque corrías el riesgo de que te contara a grito pelado algún curioso conflicto de los que oía diariamente en el famoso programa de radio "Desahogos a medianoche". Ipodio era el único radioyente de la zona aunque todos en el pueblo conocían el horario del programa porque su radio bramaba todas las noches con puntualidad suiza la sintonía habitual: "Sinfonía del nuevo mundo", poniendo en fuga a cientos de escandalosos estorninos que tenían la extraña costumbre de pernoctar en los abedules que unían la casa de Ipodio con el río.
La luz de la luna llena hacía que Jero no tuviera ningún problema en descender, sin alborotar a los pájaros, por el camino hasta el río para llenar su cubo. Necesitaba usar la misma agua que usaría Rédulo para comprobar que su truco iba a funcionar. Ahora ya tenía todo lo necesario. El corazón de Jero retumbaba en sus sienes, pero no era el momento de descansar.
(esta tarde publicaré la cuarta parte y la quinta en la que cuento del desenlace final de esta historia, gracias por vuestra paciencia)