La veo apenas unos segundos, quizá ni siquiera llegue a eso, cuando salgo a llevar a mi hijo al colegio. Cada día observo un detalle desapercibido en los días anteriores. No la miro mucho, un vistazo furtivo disimulado en la observación de la carretera, como si detrás de la chica pudiera venir un coche al que he de dejar paso. Me horroriza la idea de que mi hijo me cace con la mirada fija en la joven. No quiero dar la impresión a la muchacha de que soy un viejo lujurioso más de los que la miran con desesperación al pasar junto a ella, y me avergüenza profundamente pensar que en mis ojos exista en verdad esa mirada verdosa. Pero sí la veo, todos los días, como todos los que pasamos a esas horas por allí.
Sé que la placa dorada la convierte en un directivo de hotel, una chica de atención al cliente o una vendedora, pero también sé que a las personas de atención al cliente las enfundan en uniformes corporativos, que los directivos nunca son mujeres de veinte años en minifalda y que para que una vendedora se vista así sólo puede dedicarse a la venta de inmuebles o de tiempo compartido. Me inclino más por esta segunda opción y la imagino de pie, como cuando la veo en la mañana, junto a la puerta de uno de los miles de restaurantes que tienen los hoteles, o frente a un escritorio con grandes letras y un televisor en el que se proyectan imágenes de personas felices entre arena blanca y aguas turquesas, sonriente, armada con una carpeta que utiliza como muleta para dar la impresión de que no es un adorno más. Ella es el anzuelo para las familias incautas que caen en las redes del negocio de la venta de multipropiedad, suficientemente atractiva para captar la atención del marido y no tan bonita para que la mujer no se sienta agredida. Todo está estudiado, o eso creo.
Su piel es trigueña, latina, quizá venezolana o dominicana de las que llaman “de pelo bueno”, aunque los maestros del negocio son los mexicanos por lo que no puedo descartar que esa sea su procedencia. Acostumbra a vestir sandalias de estilo romano, de esas planas de tiras que se enredan unos cuantos centímetros en el tobillo y que dejan los dedos al descubierto. La miro y pienso que no le quedan bien, que con el atuendo que lleva le casarían mejor unos buenos zapatos de tacón, y al instante me avergüenzo de mis pensamientos porque sé que he caído en la trampa del machista lujurioso que mantengo encerrado a fuerza de muchos años de voluntad. Pero también pienso que un hombre ha de poder mirar a una mujer, y más cuando se viste así, y entonces comprendo que he vuelto a caer y la vergüenza me abruma.
A veces quisiera pararme cerca para ver quién la viene a recoger. Estoy seguro de que es un hombre, y casi con certeza mayor que ella, quizá su jefe. Sé que si no fuera una chica joven mostrando las piernas nadie la pasaría a buscar para llevarla al trabajo y tendría que coger un autobús como todo el mundo, o que si fuera un hombre iría con su motocicleta o al volante de un coche. También pienso que si fuera un hombre no tendría que vestirse así, ni tendría que cambiar cada día de modelo de minifalda, ni estaría obligada a llevar pantalones de tela fina ajustados para marcar un culo duro y firme capaz de hacer girar las cabezas. Si fuera un hombre la gente le compraría, o no, por lo que dijera, por cómo lo dijera y a quién, pero jamás por enseñar esas piernas flacas de rodillas huesudas, y entonces veo como el machista que me habita se va para el fondo del pozo del que nunca debería haber sacado la cabeza, ni siquiera para escribir estas líneas.