Ya pueden decir que caen ranas del cielo, como en Magnolia. En casa de mi familia política, lo que sale en la tele va a misa. Algo parecido ocurre con la ciencia. Después de años proclamando a los cuatro vientos sus ventajas, de practicarlo y enseñarlo, el otro día un amigo cercano va y me dice: “¿Has visto este artículo sobre los beneficios del yoga? ¡Es muy bueno para el dolor de espalda!”
Suspiro. A falta de tele, buena es la ciencia.
El pasado fin de semana, por cierto, se celebró en el Círculo de Bellas Artes de Madrid el Campeonato Europeo de Yoga. El yoga es al espectáculo lo que un abeto al fondo del mar, o eso creía yo. Como tantos y tantos asuntos en estos tiempos convulsos en que vivimos, esta disciplina se resiste a una clasificación fácil.
Tomemos, por ejemplo, el Doga, o yoga para perros; los retiros de yoga y vino; el aeroyoga, o yoga en un columpio. A esto se suman las numerosas denominaciones de origen (la mayoría made in USA) como Anusara, Kripalu, Acroyoga o Yin, basadas a su vez en las escuelas más tradicionales. Un totum revolutum que despista a cualquiera.
Tal frenesí ha dado lugar al Take yoga back, un movimiento para recuperar sus raíces en el hinduismo y concienciar al personal de que el hatha yoga (el yoga físico de las posturas) es sólo una de las ocho vías del raja yoga, una disciplina que abarca todos los aspectos de la vida. “Centrarse exclusivamente en el yoga físico sin la espiritualidad es rudimentario y deficiente”, dice Aseem Shukla, uno de los impulsores de una campaña que ha desatado una fuerte discusión que se mantiene viva en influyentes medios de EEUU.
Lo más conveniente, me parece, es olvidarse de todo este tinglado: “Cuando el dedo está apuntando a la Luna, no mires al dedo”, dice el dicho Zen. Cortémoslo. Más allá del comercialismo brutal que lo acosa, del ejército de gurús de medio pelo, de las Jane Fonda de turno, el yoga funciona. Lo dice la ciencia.