Una nueva cita clandestina, otro pitillo entre sus labios consumiéndose mientras espera bajo un sol de primavera, ya de justicia. Hacía sólo un par de días que ésta se había instalado definitivamente en su ciudad, pero él sonreiría con lluvia, nieve o huracán, porque sabe que ella está a punto de llegar.
La observa mientras aparece subiendo las escaleras del metro. Es tan hermosa... Apareció de la nada, un buen día, cuando él ya había perdido la esperanza de encontrar.
Revolucionó su mundo, un tanto encorsetado por el hastío de los años, por esa larga espera hecha crónica en su rostro, su cuerpo, sus huesos y su memoria, por los reproches fijados como tatuajes en su cabeza, por las horas gastadas frente al televisor, al lado de una mujer que se ha convertido en extraña, tras diez años de rutina o, más bien, condena. Son tantas cosas, se dice, mientras arroja el cigarrillo al suelo, avanza sonriendo hasta ella y la besa. Un palpitar de cuerpos encendidos bailan en el mismo instante en que sus labios rozan sus bocas. Movidos por el vicio inagotable de su premura en beberse, comerse, amarse, entregarse, poseerse, vivirse..., olvidan que no están solos. Quienes vienen, van, corren, caminan, hablan, gritan, miran u observan, desconocidos, extraños, pasan por su lado, inexistentes.
Él se aprieta contra su cuerpo, siente su calor, ella su fuego. Parece que este fuera a traspasar su vestido y a abrasarla. El hombre toma su mano y la besa. Ella, su rostro con ambas y roza con su nariz la suya, para después, besar sus ojos, su nariz, su boca. Entra su lengua en ella. Fuego. Ni una palabra hasta llegar al hotel.
La habitación es amplia y luminosa. Comienza el baile de besos, caricias, abrazos y gemidos. Ella sonríe cuando él entra en lo que llama ya su casa, después de arrancarla primero un arco iris incandescente. Revuelven la cama, la agitan, la agotan, la manchan. Unas horas después, el agua de la ducha cae sobre sus cuerpos pero no sofoca sus ganas. De nuevo gimen.
Cae la tarde. Se visten. Se despide de ella y la observa mientras baja las escaleras del metro. Su vestido, su pelo, sus tacones suenan como lluvia fresca, aquella que no cae del cielo pero inunda su corazón con el deseo de volver a tenerla. La mujer desaparece y al instante recuerda la imagen de su cabello húmedo, mientras su memoria lo acaricia de nuevo. Él toca su cabeza comprobando que el suyo aún lo está. Sonríe, saca del bolsillo de la chaqueta un paquete de cigarrillos y enciende uno.
El hombre mira su mesa de dibujo, coge una pintura y traza unas líneas más en su pelo. Ella es pelirroja y el sol brilla eternamente en su cabello, aunque ha dibujado la noche en la viñeta. Luna llena, estrellas, y reflejos de luz en el rojo mar que forma el pelo de su amante imaginaria bajando las escaleras del metro.
Una mujer morena, vestida con una sudadera y un vaquero desgastado, entra en el despacho, sacándolo de su recuerdo. El sonido de su voz ha roto su sonrisa, ha partido su esperanza en dos, ha hecho que un trazo se salga del cabello rojo del que está enamorado. Aprieta la pintura contra la lámina y la punta se parte emitiendo algo parecido a un quejido en su cabeza. La mujer no se ha apercibido de nada.
- Te traigo algo de comer ¿Te queda mucho?
- Un par de viñetas más, pero iba a dejarlo por hoy.
- ¿Me llevo entonces la bandeja y te comes esto en el sofá? Emiten una película de esas que nos gustan a las diez y media. ¿Te quedas a verla conmigo?
- Claro. Ana...
- Dime.
- ¿Has pensado en teñirte el pelo?
- ¿Teñírmelo? ¿Acaso tengo canas?
- No, no tienes canas. Solo por cambiar. Cambiar algo...
- Cambiar el color de mi pelo... Uff, no sé, llevo tantos años con este... ¿Y qué color me sugieres?
- Pelirrojo.
- ¿Como la mujer de tu comic?
- Sí, como el de ella.
- Es bonito. Me lo pensaré. Por cierto, ¿cómo se llama?
- ¿Quién?
- La pelirroja de tu historia.
- Ana, como tú.
- ¿En serio?
- ¿Y por qué no?
- Claro, por qué no... Por cierto Daniel, ¿sabes una cosa?
- Si no me la cuentas...
- Yo... aún te quiero.