Desde la comodidad de su exilio, el Dr. Kovayashi emprendió la lectura del manuscrito de Feather y Teller. Para su sorpresa, no se trataba de una novela sino de una cantidad de cuentos relativamente largos y no relacionados entre sí. Kovayashi no resistió la tentación de corregirlos y modificarlos; después de todo, así era su espíritu y eso pretendían Heriberto y Ferdibaldo. A continuación, “La cita estaba agendada”, el primero de los cuentos que el Doctor dejara listo para publicar.
El mareo no le dejaba discernir qué era peor, los quince minutos de espera sobrevolando Ezeiza o haber iniciado finalmente el descenso. Desde que tenía uso de razón sentía pánico de los aterrizajes porque sabía que siempre están ahí, al final del viaje, cuando las ruedas tocan la pista y el avión se descontrola hasta terminar convertido en una bola de fuego. El vuelo desde Barajas había sido óptimo, y aunque no había podido pegar un ojo, Elena se sentía entera, incluso al punto de pensar en ir directamente a lo de Sardinero. Allí terminaría de editar el manuscrito de su primer libro, una selección de sus mejores cuentos cortos. Pero antes había que aterrizar, y por eso mantenía los ojos cerrados desde hacía, al menos, quince minutos. Cuando se escuchó el “ding” que instaba a abrocharse el cinturón, los abrió de par en par el tiempo justo para que, tal vez por obra del azar, su mirada se topara con la del muchacho de traje y barba entrecana. Cuatro butacas más allá, él levantaba su pulgar y enarcaba las cejas como preguntándole cuán bien o cuán mal se encontraba. Elena le contestó afablemente el gesto y volvió al resguardo de sus párpados cerrados. El Boeing aterrizó suavemente en Ezeiza.
¿Y vos?, le preguntó ese muchacho que andaría por los 50, que se llamaba Juan y que se había sentado a su lado en el micro que los transportaba al centro de Buenos Aires. Él le confesó que después de quince años en Sevilla aún seguía detestando a los porteños por ser tan cínicos de mantener mugrienta la ciudad y hacerle perder paulatinamente su distinguido charme europeo. No obstante, la vida había querido que sus dos hijos nacieran porteños, y por ellos era capaz de hacer la excepción de regresar un par de veces por año. ¿Yo?, respondió distraídamente Elena mientras fantaseaba con tener treinta años menos y cambiar a Sardinero por dos días de hotel con ese desconocido. Ahora, con cincuenta y cinco pirulos, sola después de varias parejas, se llevaba muy bien con varios amigos madrileños y veía con simpatía las redes sociales cuando la literatura se quedaba vacía de inspiración. Antes de responder, justo antes de bajar en el obelisco y despedirse de Juan con un hasta siempre, no pudo contener una andanada de recuerdos: aquellos días previos a escapar de Argentina, la mañana en la que dieguito, el riojano y el flaco levantaron la copa en Japón, cuando se llevaron a sus compañeros de Letras… Era el ’79, imposible confundirse, el espanto recorría las calles y la militancia se había vuelto un suicidio consciente. Todo estaba tan jodido que ese día no entró a la Facultad ni volvió a su casa; ignoraba que no regresaría allí nunca más en la vida. Por fortuna, Sardinero, arrastrándola de un brazo y tapándole la boca para que no gritara, la metió en el baúl de su Dodge Polara y la escondió en un altillo del caserón que poseía en Parque Chacabuco. A los otros cuatro los chuparon en la Facultad a pleno día y frente a todo el mundo. Una semana después, el profesor le entregó un pasaje de avión y la besó en la coronilla. Es por tu bien, le dijo, tarde o temprano te van a encontrar, como a tus amigos ¿viste? Hoy por hoy no existe un escondite seguro… Elena tuvo que morderse los labios para no insultar a quien le había salvado la vida. ¿Y qué voy a hacer allá, profesor? Quedarte y no volver, eso vas a hacer… Y escribí mucho, mirá que tenés pasta para eso, le dijo mientras cerraba la inmensa puerta de hierro, madera y cristal. Lloró diez minutos en la fuente del parque y luego emigró. Treinta y dos años en España… Si bien una carta manuscrita al año fue su único vínculo con Sardinero, debió de pasar mucho tiempo hasta que en 2010 se permitió preguntarle esa duda que llevaba como un cáncer dormido: ¿qué habría hecho él si los corruptos la hubieran encontrado? ¿La habría entregado así nomás o se habría jugado por esa estudiante a quien sólo quería porque redactaba mejor que el resto? Esa carta nunca tuvo respuesta. De los hombros de Juan colgaba una mochila amarilla y azul que le arrugaba el saco. Yo también vivo en Madrid, respondió ella, y segundos después, ya perdido él en la muchedumbre de Corrientes, agregó un nostálgico hasta siempre.
Vaya a saber qué la impulsó a cambiar de planes y caminar directamente hasta el hotel. No fue esa ligera molestia en la punta de la lengua, tampoco el cansancio ni la urgencia de cafeína en las venas, y mucho menos las ganas de beber un trago. Tenía el estómago revuelto y aún faltaban muchas horas antes de la cena. Maldijo. Las veredas de la calle Lima la acogieron como si nunca se hubiera ido, y eso la ayudó a olvidar que sus bártulos pesaban como los hubiera rellenado con barro. Además, había tanta humedad en la atmósfera que el vapor de la transpiración se condensaba apenas abandonaba los poros. Así ingresó al hotel, empapada en sudor. “Bienvenida a Buenos Aires”, la saludó un conserje parecido a alguien que no pudo precisar, y un botones ridículamente uniformado la guió hasta su habitación.
La ciudad está igual, dijo Elena al ver por la ventana los palos borrachos en flor; o mejor dicho, está irreconocible, se corrigió tras advertir el embotellamiento en la ancha avenida. Apoyó la nariz sobre la línea vertical del cristal biselado, cuidando de que a cada ojo le correspondiera una faz; así, como jugando, descubrió una baires fantasmal y rió cuando vio al Quijote y a Rocinante atrapados en una escultura inconclusa. Estaba sensible. Se preguntó hasta qué punto tenía sentido lo que estaba haciendo, eso de haber regresado para vera a Sardinero; había otros caminos, otras formas para ser escritora… En el cielo flotaba una nube. Necesitaba encontrar un punto de contacto entre esa ciudad irreal y la verdadera; seguramente existía, pero no era obvio. Los herrajes de bronce y la bañera de fundición demostraban que el hotel era de otra época, cuando los objetos se fabricaban para perdurar. Quizás algún huésped parado en este mismo lugar, imaginó Elena, haya visto los aviones sobre Plaza de Mayo durante la Revolución Libertadora. Ahora no eran aviones sino carteles de publicidad, cientos de ellos, erguidos sobre los edificios de la avenida cual guardianes de los cielos. Eran las 15:10 cuando notó que aquella inquietud en la lengua se había convertido en dolor. Espeleología, pensó. Llevaba horas insistiendo sobre una semillita de tomate trabada en el hueco de un molar. Juró no volver a dejarse estar. Un instante después, con la carpeta de cuentos abierta sobre el colchón de su pubis desnudo, Elena, recostada, semidespierta, pensaba que Buenos Aires siempre había sido (y seguía siendo) una ciudad indescifrable. Como las imágenes que atraviesan los cristales biselados.
La parada del colectivo era un fresno con una chapa oxidada que decía “126″; sin la ayuda de un kioskero habría tardado muchísimo en descubrirla. Se resignó, ahora llegaría tarde a lo del profesor. Le pareció que no sería conveniente contarle el sueño que acababa de tener. Nunca había vuelto a usar los nombres de pila de sus compañeros, sólo eran el chino, el negro, la turca y la tana, gente excelente que admiraba al Ché y que estaba al tanto de lo que sucedía en el país. Gracias al negro tenían acceso a unas máquinas en un sótano, él les hacía el service y por eso entendía cómo funcionaban; allí imprimían los volantes que intercalaban en los apuntes, todo en un supuesto gran secreto. Ahora, los cuatro habían reaparecido para darle la bienvenida. Elena siempre los soñaba igualitos: llevaban las ropas de aquellos días, la turca estaba maquillada y el negro lucía su típica barba descuidada. No bien comenzó a insistirles con parar todo y rajar, sus amigos se convirtieron en sombras que la empujaban hacia un aula a oscuras en cuyo escritorio la esperaba Sardinero. Elena se despertó con el espíritu dolorido, lastimado por el ir y venir de ese rallador de queso que es la memoria. Y como no por nada había viajado a Buenos Aires decidió salir del hotel y tomar el 126 hasta Almagro, donde vivía Sardinero. Por cierto, Sardinero tampoco era el nombre real del profesor.
* * *
Qué semillita de porquería, masculló Elena al sentir su lengua al borde del infarto. Ubicó un asiento libre al fondo del colectivo. Allí notó que su bolso de mano llamaba demasiado la atención, no tanto por el color ni por el diseño, sino porque estaba hinchado de papeles, a saber: la carpeta con los cuentos y 31 cartas que tendría que haber dejado en Madrid. Una por año no es poco si no hay de qué escribir, reflexionó a la altura de Entre Ríos. Sin embargo, todas eran gruesas, llenas de consejos y citas literarias. Leerlas implicaba decodificar la letra ganchuda de Sardinero, quien por propia voluntad nunca se había subido al tren del email pero disfrutaba horrores a la hora de usar papel, tinta y estampillas. Treinta y una cartas… cualquiera podía deducir que la número 32 nunca había llegado a Madrid. Elena bajó una parada antes. Necesitaba tomar aire.
Almagro era lo más parecido a una patada en los dientes. Compararlo con Parque Chacabuco, antiguo amor del profesor, era una canallada que Elena no podía evitar. Frente a una puerta de madera sin molduras revisó una vez más la agenda, no fuera que por error… Mas no, la dirección era la correcta, Maza XXX. La fachada era tan horrible como el barrio. ¡Cuánto debió haber sufrido la mudanza! En un taller mecánico vecino escuchaban cumbia a un volumen altísimo aunque insuficiente para tapar el compresor y los escapes de los colectivos. Ajeno al averno de la calle, el timbre en el interior de la casa sonó con dulzura; Elena, aturdida, no podía saberlo. Tocó dos, tres, cuatro veces, golpeó fuerte con los nudillos, esperó, y de no haber sido porque se dio media vuelta para retornar, seguramente nunca le habrían abierto. Ella era de creer en esas cosas. La voz de contralto que la invitó a pasar merecía provenir de un cuerpo masculino pero se trataba de una mujer, una enfermera corpulenta cuyo guardapolvo blanco era el contraste ideal para sus hermosos rasgos oscuros. La está esperando, dijo al atravesar un living diminuto con olor a sanatorio. Elena infirió que algo no andaba bien. El hombre tuvo un ACV hace cuatro meses; pero no vaya a creer, a veces se enchufa…, comentó animadamente la enfermera. Pero Elena hubiera preferido salir corriendo antes que entrevistarse con un viejo más muerto que vivo. En el cuarto halló una pasa de uva hundida en la cama, los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho. ¿Cómo es posible que “eso” esté esperándome?, preguntó. Es que usted está agendada desde hace como un año, respondió la enfermera mientras se echaba la cartera al hombro y se iba. La reemplazante llegaría pronto. Hasta entonces habrían de quedar a solas. Elena sintió que la desilusión se le hacía humedad en las mejillas.
¡Cuánto vaciló Elena antes de acercársele! No por temor a despertarlo, puesto que lo hubiera preferido vivaz como antes, sino por miedo a que estuviese realmente muerto. También imaginó que el viejo podía estar fingiendo y alerta; lo imaginó con el cañito de la enema entre los dientes, presto a saltarle encima no bien le diera la espalda. ¡Qué pavota!, eso únicamente sucede en los filmes de Hollywood, se reprochó mientras apoyaba el bolso abierto sobre las piernas de Sardinero. Era imposible que supiera cuán tarde llegaría la segunda enfermera a tomar la posta, por lo que muy de a poco la ansiedad le fue corroyendo las tripas. Muy pocas escritoras habrán pasado estas peripecias con su mentor, razonó; o no, quién sabe… al menos yo debería repensar eso de considerarme “escritora”. Tomó delicadamente las muñecas del hombre y las levantó hasta que el manuscrito encarpetado quedó asegurado contra su pecho. Tenía la esperanza de que pronto se enchufara, como dijera sin demasiada ciencia la enfermera. Ciertamente, odiaba que el viaje culminara de esa manera, mas poco se podía hacer salvo esperar que apareciera el reemplazo y rezar para que el viejo se despertara, si es que eso tenía alguna chance de ocurrir.
Como a menudo les sucede a los escritores noveles, Elena también tenía vicios profesionales desde antes de comenzar su carrera. Ejemplo de esto era su debilidad por las bibliotecas. Si contenían obras clásicas y ediciones lujosas, mejor, y si cubrían de punta a punta una pared, como la de Sardinero, la debilidad se convertía en fascinación. El estante superior estaba dominado por obras de Borges. Los tres estantes inmediatamente inferiores contenían literatura inglesa en inglés: desde Samuel Taylor Coleridge hasta Orwell, y ediciones comentadas de Marlowe, Kipling, Wilde, Melville y Chesterton. También encontró las obras completas de Stevenson, Dickens, Shelley y, obviamente, Shakespeare. Elena los conocía, aunque poco y nada había leído de ellos. Por último, los dos estantes más bajos contenían una miscelánea que no merecía ser comentada. Y más abajo, un majestuoso escritorio que parecía sostener la masa de libros como Atlas la bóveda celeste. El polvo que lo cubría no daba lugar a dudas: nadie lo había utilizado en mucho tiempo. En ese momento, Elena creyó que el viejo había despertado, pero se equivocaba, la traicionaban sus nervios. Pese a que se consideraba una persona menos curiosa que perspicaz, descubrió sobre el escritorio un área rectangular en la que la capa de polvillo era más delgada. Evidentemente, alguien había quitado el objeto sin molestarse luego en limpiar. Miró velozmente a su alrededor mas no halló en todo el cuarto ninguno que pudiera haber dejado esa marca. Debe haber sido un papel, dedujo Elena, y en ese caso, pensó, las dimensiones me resultan en extremo familiares. Una corazonada la impulsó a abrir el cajón principal, de cuyo interior escapó una ráfaga de aire frío. Había vuelto a presentir la mirada horizontal del viejo, quizás invocándola en silencio o, por el contrario, ignorando quién era esa extraña que husmeaba entre sus cosas. Elena sabía que ese frío no era sobrenatural. Dentro del cajón abierto, Elena había leído su seudónimo escrito con tinta negra en el anverso de un sobre cerrado y sin estampilla. No lo pensó dos veces: tomó la carta número 32 y se la guardó entre la ropa. Caminó hasta el borde de la cama como quien se aproxima por primera vez a la pecera de un ajolote. Ahora Sardinero la estaba observando con los ojos bien abiertos. Lejos de saludarla, o de alegrarse, o de pedirle su pluma fuente, el profesor estrujaba más y más la carpeta contra su cuerpo desgraciado. Ese inoportuno ACV lo había transformado en un niño caprichoso que se negaba a devolver un juguete ajeno. Contrariada, Elena insultó al maldito reemplazo que no terminaba de llegar, y al olor a medicamentos, y a la lengua inflamada de tanto lamer y empujar la semillita. Soy Elena, profesor, le avisó por fin, pero el viejo permaneció inmutable como el bronce.
Nadie sabía tan bien como Elena la diferencia entre ser optimista y negar la realidad, y por eso creía que su profesor, prácticamente desahuciado, aún podía ayudarla con los cuentos. Incluso cuando hubiera sabido cómo iba a terminar esta historia, igualmente habría bajado la oreja para escuchar lo que Sardinero estaba comenzando a decir. A cualquiera se le habría escapado aquel sutil movimiento de labios, pero no a Elena, quien también creyó percibir en las arrugas del profesor un color más encendido. Cacacacacacacacacacacacacacaca, decía casi en una hebra de voz. ¡Ay, Dios!, gritó Elena. De un manotazo enérgico destapó al viejo para dejar expuesta su inmundicia. Aquel ’79, Sardinero había arrancado el curso hablando de Borges, a quien conocía de esa misma Facultad. Además de cautivantes, las anécdotas que contaba solían entroncar con el tema del día, por lo cual sus alumnos debían estar prestos abstraer y a relacionar ideas si deseaban seguir el hilo de la clase. Sardinero era dueño de una inteligencia tan seductora como su voz profunda y matizada. Por eso, varias de sus alumnas, la tana y la turca incluidas, se habían enamorado de él aun a sabiendas de que era “medio milico”. Elena volteó al profesor sin demasiado esfuerzo y después de limpiarlo con la sábana lo dejó en posición de géiser-humano y abandonó la casa a toda velocidad. Corrió sin parar hasta llegar a su hotel, donde entre sollozos tomó una ducha, leyó la última carta, se aplicó alcohol fino en la lengua y luego se durmió. Esa noche, la jodida semillita se escapó sola del molar.
* * *
Creo que estamos a mano, profesor, dijo Elena minutos después de volver a releer la carta, justo antes de arrojarla a un cesto de basura. Los recintos de preembarque solían enrarecerle el humor. Había tanta gente… todos hablaban por celular o en grupos, pero no se escuchaban ecos. Los altoparlantes anunciaban un vuelo tras otro, y desde las vidrieras los anuncios sólo mostraban satisfacción y belleza. Pero la verdadera angustia trascendía al preembarque, era Ezeiza, eran los aeropuertos, era Madrid y era la condenada República Argentina. No entendía por qué el remisero le había dicho que hacía bien en irse, que en España estaría mejor, que este país no tenía arreglo. Después de todo ¿qué sabía ese tarado de vivir en España, donde nunca iba a ser más que un extranjero? Debía haberlo golpeado en la nuca, pero desistió porque él manejaba, porque ella era mujer y porque, efectivamente, deseaba regresar para dejar que el futuro le regalara algo distinto. Cansada de esperar, caminó hasta el toilette para corregir un poco su aspecto frente al espejo. El bolso de mano había perdido la barriga al quedar la carpeta con los cuentos entre Sardinero y el colchón (y no era cuestión de meter la mano ahí para quitársela). Prefirió creer que el profesor la había atesorado para sí. Además, había dejado las otras 31 cartas en el hotel; si por casualidad un escritor de verdad las hallaba podría escribir alguna historia sobre ellas y la misteriosa número 32.
Elena embarcó primero que nadie y se abrochó el cinturón mucho antes de que se escuchara el “ding” del aviso. Le tenía pavor a los despegues, y las estadísticas le daban la razón: la mayor cantidad de accidentes en el planeta suceden en ese momento en el que las aeronaves se desentienden del suelo. Por eso cerró los ojos, para buscar protección en su mundo interior. Sin embargo, ese día Elena experimentó una sensación cálida y confortable, un presentimiento que la llevó a levantar los párpados antes de que el avión hubiese salido del reposo para buscar la pista. ¿Sincronicidad o coincidencia?, se preguntó sorprendida al reconocer, asiento de por medio, el pulgar de Juan extendido hacia el techo en claro gesto de interrogación. Azar o no, lo mismo da, pensó, mientras levantaba amablemente el pulgar derecho y vestía su cara con una sonrisa. Y a pesar de que el estómago se le revolvió un poco cuando el Boeing comenzó a ganar altura, ya no volvió a cerrar los ojos en el resto del viaje.
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