“La mitad de la ciudad me da asco”, dijo Fito Paez alguna vez mientras le llenaban la billetera. Es un poco drástico. Para asquearse están las albóndigas, la nata que cae sobre el café y buceas con la cuchara, la pañalera de Once que mi abuela pone como punto de encuentro. Pero salvando las distancias, tal vez coincidamos en una cosa: hay algo de ridículo en la ciudad.
Los edificios son el reflejo claro de la morbosidad más absoluta. Figurate esto. Laura se baña encima de Raúl, que mira videos por YouTube. En el piso anterior al de Raúl está la nona que teje y por debajo de ella Marcos y Clara buscando un quinto hijo (que horrible es la expresión “buscar”, sería mucho más fácil reemplazarla por lo que es y decir, por ejemplo, “estamos tratando de coger todo el tiempo para ver si algún espermatozoide es Rocky Balboa”). ¿Cuántas veces lo habrán hecho debajo de la nona? ¿Cuántas veces Laura se habrá bañado encima de Raúl sin siquiera saberlo?
Vivimos sin pensar demasiado. No sabemos que al comprar un piso transformamos nuestra vida en el jamón de un sandwich. No pensamos que nos van a mear encima, que el cerdo del vecino de abajo se masturbará mientras nos bañemos. Un montón de gente asquerosamente amontonada compone como un tetris la ciudad que tanto asquea a Paez.