El estreno había venido precedido de muchas, y buenas críticas, hecho que había motivado al público a acudir a la noche del estreno, a pesar de ser una ciudad, harta complicada de contentar en relación a la cultura.
Tras las últimas reverencias, el telón cayó de nuevo, a la par que las luces del patio de butacas se encendían, y el público comenzaba a abandonar el teatro. Los actores subieron al primer piso, donde estaban los camerinos, para quitarse ropa y maquillaje, y poder acudir a la cena del estreno.
Pocos minutos después de que el teatro quedara vacío, el escenario era ocupado por una mujer, que arrastraba un carrito. Una bata de color blanco, que dejaba asomar unos vaqueros azules bajo ella, unos zuecos, también blancos, y el pelo recogido, bajo un pañuelo. Dejó el carrito a un lado, recogió un poco el telón, de un lado. Y se dispuso a recoger los aplausos.
Los había de todos los tamaños. Los aplausos pequeños, tirados sobre el escenario, estaban ya quietos; en cambio, otros algo más grandes, permanecían coleteando, como si fueran peces recién pescados, que buscan volver al agua. Los cogía de uno en uno, buscando el mejor sitio para poderlos asir, y dejarlos, con sumo cuidado en dos botes, grandes como papeleras, que contenían las flores que no habían alcanzado el interior del escenario, y que habían sido previamente recogidas en el patio de butacas. Introducía los aplausos entre los pétalos apretados de las flores, y los dejaba reposar. De esta manera, los aplausos revivían, y se endulzaban con la textura sedosa de los pétalos de rosas.
Después, al acabar de limpiar el escenario, vaciaba ambos botes en uno más pequeño y plateado, en donde apretaba cuidadosamente los aplausos y los pétalos de las rosas.
Un tarrito hecho de sueños deshilachados; aquellos que se le escapaban con un suspiro del alma. Cada noche guardaba esos hilillos en el bolsillo del pantalón, y en la última función, de pie, en una esquina, tejía entre sombras, su bote plateado, con los ojos recorriendo todo el escenario, mientras sus manos apoyadas sobre el extremo de la escoba, callaban, al escuchar el vuelo alborotado de su alma sobre el patio de butacas.