Hay un sí pero no inombrable que me gustaría desatender de inmediato, ese parloteo insistente de la llegada a los 40 y la crisis de los 40, que soy mujer a la que obligan a la invisibilidad por más de 40 -cumplo ahora 40 años y 3 meses, es muy poca vejez-, incluso una urgencia de seguir narrando con fastidio la evolución de mis canas como si fuera un capricho arquitectónico de la naturaleza, a saber: que no me salen, que en su día apareció una -o encontré una, la primera- cuando acababa de publicar el primer ISBN, qué metáfora y qué casualidad, para colegir al poco que no era una cana auténtica de madurez sino que crecía en el centro de una espinilla-herida que me rascaba durante las noches de corrección de ese libro, con la cabeza apoyada en una mano y los dedos rasca, rasca y ya está, una cicatriz sangrante y en el centro ese pelo que se había quedado blanco, pero ninguna cana más, y tengo esa necesidad por destacar la sorpresa de unos genes anti-blancos porque alrededor hablan -se quejan- de sus canas y eso me aleja de una experiencia común que todos parecen compartir, la madurez quizá, fíjese que en el registro está documentado que la segunda cana llegó dos años después, tras la publicación del segundo ISBN, entonces qué, cuántos libros tengo que publicar para conseguir la cabeza entera de color gris plata o blanco, dígame, no me va a dar tiempo, eso no puede ser, que las cuento y no salen más, y la pareja albina descansa en un sitio estratégico donde no se ven demasiado.
En esa temporada respiro tranquila porque la evasión experimental me entretiene de lo importante, aunque sepa que bajo esos pelos de abuela sólo hay dos cabellos, de varios miles, a los que les ha desaparecido la melanina de forma natural sin que medien experimentos del Quimicefa.
El proceso lo repito un total de cuatro veces hasta que cansa. No hay nada que hacer. Incluso se convierte en tendencia porque la moda nunca se detiene: ¿qué hacemos con esa población madura, harta de tintes para ocultar el paso del tiempo? Cambiemos la fórmula, digamos ahora que las canas están bien y son sexis, así les vendemos lo mismo (seudo tintes, matizadores y realzadores) para que lleven el pelo natural y compren la misma cantidad de nuestros botes de productos.
Me produce cansancio. Sigo encerrada en mi isla desierta de la que creí haber tomado unas vacaciones, pero estoy en el mismo sitio, la isla con eco. El lavado de cara ha sido, en resumen, equivalente a una recalificación de terrenos urbanizables, construcción de un embarcadero, un muelle y dejar una lancha fuera borda preparada para su uso. Pero sin gasóleo. Por tanto, no consigo hacerla funcionar para cruzar al continente. Permanezco aquí, en la isla desierta, mientras la experiencia común se aleja una vez más.
Por fin parezco más vieja que mi abuelo, respect
Eso que llaman crisis de los 40 -ya pasada de moda, también; con las nuevas estrellas mediáticas, la crisis se produce a los 30 porque es un drama ser tan viejo- a la hora de la verdad no supone ninguna crisis, tal vez mi propia madurez de aceptar que vivo en está isla desierta del limbo, sin buscarlo, sin pretenderlo como estilo de vida, sin que fuera opción en ningún momento. La narración de mi experiencia no deja lugar a dudas: no hay término medio. De una vida profesional cargada de paternalismo a una vida invisible por ser muy mayor para los trabajos de subsistencia. Forzada a una vida de Peter Pan que no he elegido. A una vida sin hijos, no por decisión ni por conciencia planetaria ni ninguna otra cuestión moral, sino porque no había capacidad monetaria para ello. Producto, a su vez, de ser vapuleada en constantes posiciones de adolescencia profesional porque es lo único que tenemos disponible ahora, encima deberías dar las gracias.Los ensayos químicos eran una débil transducción externa de rebeldía. Harta de esa posición obligada de adolescente. Y de un día para otro, sólo con una cifra, tampoco eres visible porque deberías estar en otra situación acorde a tu edad, dónde tus hijos, dónde tu carrera, no hay nada.
Sé que habrá otro centenar de islas formando un atolón espectral, por puras matemáticas. Tiene que haberlas. Todavía no tenemos etiqueta aunque hoy guste tanto poner etiquetas, hashtags y títulos fáciles para el clickbait. Ahí fuera tiene que haber (no los conozco ni son cercanos) miembros desclasados y perdidos de esa generación X a los que la crisis partió en dos e impidió su crecimiento planificado, como ha hecho el resto. A los que los estudios no le sirvieron para trabajos "mejores", ni la emigración, ni cambiar de sector para sobrevivir. Los que eran adolescentes a finales de los 90 y pillaban un curro a media jornada para ahorrar en un capricho, quizá sacaban 300 euros en un mes, para que 15 años después lo que encuentren para comer -después de dar tumbos porque sus empresas han ido cerrando- sean curros de 299 al mes y más de media jornada. Los que vieron nacer internet y eran frikis entonces, y ahora se manejan igual que la generación siguiente, supuesta nativa tecnológica, pero pareciera un insulto controlar así, como si el proceso de aprendizaje se detuviera en algún momento, y sólo lo hace cuando sufres alguna patología cerebral. Todos esos individuos, que no conozco -porque el círculo cercano tiene boda, hijos, hipotecas, propiedades, un perro en el jardín- flotamos en un limbo con cara de culpables, como si fuera delito, como si quisiéramos ser peterpanes porque lo hubiéramos elegido y no es el caso. Otros -hay de todo- quizá sí lo hagan y prefieran ser adolescentes ad eternum de fiesta en fiesta. Nosotros ni siquiera hemos podido elegir. Los fracasados X, sonoramente porno. Fracasados viejunals.
En mi isla se han abandonado los esfuerzos por arrancar el motor sin gasóleo de la lancha seca. En vez de eso, se hacen reuniones en el embarcadero que incluyen una ruta turística por las playas repartidas en la línea de costa del lugar, usando unos remos artesanales. Esas playas y parques naturales que pertenecían sólo al continente son una estafa: las auténticas están repartidas en calas secretas por esta isla.