Hoy quisiera compartir con ustedes una joya de la literatura. Un cuento que leí cuando era niño hace mucho tiempo y todavía lo encuentro excelente; ojalá lo disfruten tanto como yo. Tomado de las Leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer.
LA CRUZ DEL DIABLOLeyendas de Gustavo Adolfo BécquerI
Que lo creas o no, me importa bien poco. Mi abuelo se lo narro a mi padre, mi padre me lo ha referido a mí, y yo telo cuento ahora, si quiera no sea más que por pasar el rato. El crepúsculocomenzaba a extender sus ligeras alas de vapor sobre las pintorescas orillasdel Segre, cuando, después de una fatigosa jornada, llegamos a Bellver, terminode nuestro viaje. Bellver es una pequeña población situada a la falda de una colina, pordetrás de la cual se ven elevarse, como las gradas de un colosal anfiteatro degranito, las empinadas y nebulosas crestas de los Pirineos. Los blancos caseríos que la rodean, salpicados aquí y allá sobre unaondulante sabana de verdura, parecen a lo lejos un bando de palomas que hanabatido su vuelo para apagar su sed en las aguas de la ribera. Una pelada roca, a cuyos pies tuercen estas su curso, y sobre cuya cima senotan aun remotos vestigios de construcción, señala la antigua línea divisoriaentre el condado de Urgel y el más importante de sus feudos.A la derecha del tortuoso sendero que conduce a este punto, remontando lacorriente del río y siguiendo sus curvas y frondosas márgenes, se encuentra unacruz. El asta y los brazos son de hierro; la redonda base en que se apoya, demármol, y la escalinata que a ella conduce, de oscuros y mal unidos fragmentosde sillería. La destructora acción de los años, que ha cubierto de orín el metal, haroto y carcomido la piedra de este monumento, entre cuyas hendiduras crecenalgunas plantas trepadoras que suben enredándose hasta coronarlo, mientras unavieja y corpulenta encina la sirve de dosel. Yo había adelantado algunos minutos a mis compañeros de viaje y deteniendomi escuálida cabalgadura, contemplaba en silencio aquella cruz, muda y sencillaexpresión de las creencias y la piedad de otros siglos. Un mundo de ideas se agolpo a mi imaginación en aquel instante. Ideasligerísimas sin forma determinada, que unían entre sí, como un visible hilo deluz, la profunda soledad de aquellos lugares, el alto silencio de la nacientenoche y la vaga melancolía de mi espíritu. Impulsado de un sentimiento religioso, espontaneo e indefinible, eche maquinalmentepie a tierra, me descubrí y comencé a buscar en el fondo de mi memoria una deaquellas oraciones que me enseñaron cuando niño; una de aquellas oraciones que,cuando más tarde se escapan involuntarias de nuestros labios, parece quealigeran el pecho oprimido y semejantes a las lágrimas, alivian el dolor, quetambién toma estas formas para evaporarse. Ya había comenzado a murmurarla, cuando de improviso sentí que me sacudíancon violencia por los hombros. Volví la cara: un hombre estaba al lado mío. Era una de nuestros guías, natural del país, el cual, con unaindescriptible expresión de terror pintada en el rostro, pugnaba porarrastrarme consigo y cubrir mi cabeza con el fieltro que aún tenía en mismanos. Mi primera mirada, mitad de asombro, mitad de cólera, equivalía a unainterrogación enérgica, aunque muda. El pobre hombre, sin cejar en su empeño de alejarme de aquel sitio,contesto a ella con estas palabras, que entonces no pude comprender, pero enlas que había un acento de verdad que me sobrecogió: -¡Por la memoria de su madre! ¡Por lo más sagrado que tenga en el mundo,señorito, cúbrase usted la cabeza y aléjese más que de prisa de esta cruz! ¡Tandesesperado está usted que, no bastándole la ayuda de Dios, recurre a la deldemonio! Yo permanecí un rato mirándole en silencio. Francamente, creí que estabaloco; pero el prosiguió con igual vehemencia: -Usted busca la frontera; pues bien: si delante de esa cruz le pide ustedal cielo que le preste ayuda, las cumbres de los montes vecinos se levantaranen una sola noche hasta las estrellas invisibles, solo porque no encontremos laraya en toda nuestra vida. Yo no pude menos que sonreírme. -¿Se burla usted?... ¿Cree acaso que esa es una cruz santa, como la delporche de nuestra iglesia?... -¿Quién lo duda? -Pues se engaña usted de medio a medio; porque esa cruz, salvo lo que tienede Dios, esta maldita...; esa cruz pertenece a un espíritu maligno, y por esola llaman La cruz del Diablo. -¡La cruz del diablo!- repetí, cediendo a sus instancias, sin darme cuentaa mí mismo del involuntario temor que comenzó a apoderarse de mi espíritu, yque me rechazaba como una fuerza desconocida de aquel lugar-. ¡La cruz delDiablo! ¡Nunca ha herido mi imaginación una amalgama más disparatada de dosideas tan absolutamente enemigas!... ¡Una cruz...y del diablo! ¡Vaya, vaya!¡Fuerza será que en llegando a la población me expliques este monstruosoabsurdo! Durante este corto dialogo, nuestros camaradas que habían sus cabalgaduras,se nos reunieron al pie de la cruz; yo les explique en breves palabras lo queacababa de sucederme: monte nuevamente en mi rocín, y las campanas de laparroquia llamaban lentamente a la oración cuando nos apeamos en el másescondido y lóbrego de los paradores de Bellver. IILas llamas rojas y azules se enroscaban chisporroteando a lo largo delgrueso tronco de encina que ardía en el ancho hogar; nuestras sombras, que seproyectaban temblando sobre los ennegrecidos muros, se empequeñecían o tomabanformas gigantescas, según la hoguera despedía resplandores más o menosbrillantes; el vaso de saúco, ora vacío, ora lleno, y no de agua como cangilónde noria había dado tres veces la vuelta en derredor del circulo que formábamosjunto al fuego, y todos esperaban con impaciencia la historia de La cruz delDiablo, que a guisa de postres de la frugal cena que acabábamos de consumir senos había prometido, cuando nuestro guía tosió por dos veces, se echó al coletoun último trago de vino, limpióse con el revés de la mano la boca y comenzó deeste modo: -Hace mucho tiempo, mucho tiempo, yo no sé cuánto, pero los moros ocupabanla mayor parte de España, se llamaban condes nuestros reyes, y las villas yaldeas pertenecían en feudo a ciertos señores que, a su vez, prestaban homenajea otros más poderosos, cuando acaeció lo que voy a referir a ustedes. Concluida esta breve introducción histórica, el héroe de la fiesta guardosilencio durante algunos segundos, como para coordinar sus recuerdos, yprosiguió así: -Pues es el caso que en aquel tiempo remoto esta villa y algunas otrasformaban parte del patrimonio de un noble barón, cuyo castillo señorial se levantópor muchos siglos sobre la cresta del peñasco que baña el Segre, del cual tomasu nombre. Aún testifican la verdad de mi relación algunos informes ruinas que,cubiertas de jaramago y musgo, se alcanzan a ver sobre su cumbre desde elcamino que conduce a este pueblo. No sé si, por ventura o desgracia, quiso la suerte que este señor, a quienpor su crueldad detestaban sus vasallos, y por sus malas cualidades ni el reyadmitía en la corte, ni sus vecinos en el hogar, se aburriese de vivir solo consu mal humor y sus ballesteros en lo alto de la roca en que sus antepasadoscolgaron su nido de piedra. Devanábase noche y día los sesos en busca de alguna distracción propia desu carácter, lo cual era bastante difícil después de haberse cansado, como yalo estaba, de mover guerra a sus vecinos, apalear a sus servidores y ahorcar asus súbditos. En esta ocasión, cuentan las crónicas que se le ocurrió, aunque sinejemplar, una idea feliz. Sabiendo que los cristianos de otras poderosas naciones se prestaban partir juntos con una formidable armada a unpaís maravilloso para conquistar e sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo, quelos moros tenían en su poder, se determinó a marchar en su seguimiento. Si realizo esta idea con objeto de purgar sus culpas, que no eran pocas,derramando su sangre en tan justa empresa, o con el de trasplantarse a un puntodonde sus malas mañas no conociesen, se ignora; pero la verdad del caso es que,con gran contentamiento de grandes y chicos, de vasallos y de iguales, allegócuanto dinero pudo, redimió a sus pueblos del señorío mediante una gruesacantidad, y no conservando de propiedad suya más que el peñón del Segre y las cuatrotorres del castillo, herencia de sus padres, desapareció de la noche a lamañana. La comarca entera respiró en libertad durante algún tiempo, como sidespertara de una pesadilla. Ya no colgaban de los árboles de sus sotos, en vez de frutos, racimos dehombres; las muchachas del pueblo no temían al salir con su cántaro a la cabezaa tomar agua de la fuente del camino, ni los pastores llevaban sus rebaños alSegre por sendas impracticables y ocultas, temblando encontrar a cada revueltade la trocha a los ballesteros de su muy amado señor. Así transcurrió el espacio de tres años; la historia del Mal caballero, quesólo por este nombre se le conocía, comenzaba a pertenecer al exclusivo dominiode las viejas, que en las eternas veladas del invierno las relataban con vozhueca y temerosa a los asombrados chicos: las madres asustaban a lospequeñuelos incorregibles o llorones diciéndoles: <<¡Que viene el señordel Segre!>>, cuando he aquí que no se si un día o una noche, si caído del cielo o abortado delos profundos, el temido señor apareció efectivamente y, como suele decirse, encarne y hueso, en mitad de sus antiguos vasallos. Renuncio a describir el efecto de esta desagradable sorpresa. Ustedes se lopodrán figurar, mejor que yo pintarlo, solo con decirles que tornaba reclamandosus vendidos derechos; que si malo se fue, peor volvió, y si pobre y sincrédito se encontraba antes de partir a la guerra, ya no podía contar con másrecursos que su despreocupación, su lanza y una media docena de aventureros tandesalmados y perdidos como su jefe. Como era natural, los pueblos se resistieron a pagar tributos que a tantacosta habían redimido; pero el señor puso fuego a sus heredades, a susalquerías y a sus mieses. Entonces apelaron a la justicia del rey; pero el señor se burló de lascartas-leyes de los condes soberanos, las clavó en el postigo de sus torres ycolgó a los farautes de una encina. Exasperados, y no encontrando otra vía de salvación, por último, sepusieron de acuerdo entre sí, se encomendaron a la Divina Providencia y tomaronlas armas; pero el señor reunió a sus secuaces, llamo en su ayuda al diablo, seencaramo a su roca y se preparó a la lucha. Esta comenzó terrible y sangrienta. Se peleaba con todas armas, en todossitios y a todas horas, con la espada y el fuego, en la montaña y en lallanura, en el día y durante la noche. Aquello no era pelear para vivir: eravivir para pelear. Al caso, triunfo la causa de la justicia. Oigan ustedes cómo: Una noche oscura, muy oscura, en que no se oía ni un rumor en la tierra nibrillaba un solo astro en el cielo, los señores de la fortaleza, engreídos poruna reciente victoria, se repartían el botín y, ebrios con el vapor de loslicores, en mitad de la boca y estruendosa orgía, entonaban sacrílegos cantaresen loor de su infernal patrono. Como dejo dicho, nada se oía en derredor del castillo, excepto el eco delas blasfemias, que palpitaban perdidas en el sombrío seno de la noche, comopalpitan las almas de los condenados envueltas en los pliegues del huracán delos infiernos. Ya los descuidados centinelas habían fijado algunas veces sus ojos en lavilla, que reposaba silenciosa, y se habían dormido sin temor a una sorpresa,apoyados en el grueso tronco de sus lanzas, cuando he aquí que algunos aldeanos,resueltos a morir y protegidos por la sombra, comenzaron a escalar el enhiestopeñón del Segre, a cuya cima tocaron a punto de medianoche. Una vez en la cima, lo que faltaba por hacer fue obra de poco tiempo: loscentinelas salvaron de un solo salto el valladar que separa al sueño de lamuerte; el fuego, aplicado con teas de resina al puente y al rastrillo, se comunicócon la rapidez del relámpago a los muros, y los escaladores, favorecidos por laconfusión y abriéndose paso entre las llamas, dieron fin con los habitantes deaquella guarida en un abrir y cerrar los ojos. Todos perecieron. Cuando el cercano día comenzó a blanquear las altas copas de los enebros,humeaban aun los calcinados escombros de las desplomadas torres; y a través desus anchas brechas, chispeando al herirla la luz, y colgada de uno de losnegros pilares de la sala del festín, era fácil divisar la armadura del temidojefe, cuyo cadáver, cubierto de sangre y de polvo, yacía entre los desgarradostapices y las calientes cenizas, confundido con los de sus oscuros compañeros. El tiempo paso; comenzaron los zarzales a rastrear por los desiertospatios, la hiedra a enredarse en los oscuros machones y las campanillas azulesa mecerse colgadas de las ruinosas almenas. Los desiguales soplos de la brisa,el graznido de las aves nocturnas y el rumor de los reptiles que se deslizabanentre las altas hierbas, turbaban sólo de vez en cuando el silencio de lamuerte de aquel lugar maldecido; los insepultos huesos de sus antiguosmoradores blanqueaban al rayo de la luna, y aún podía verse el haz de armas delseñor del Segre colgado del negro pilar de la sal de festín. Nadie osaba tocarle; pero corrían mil fábulas acerca de aquel abandonadoobjeto, causa incesante de hablillas y terrores para los que le miraban llameardurante el día, herido por la luz del sol, o creían percibir en las altas horasde la noche el metálico son de sus piezas, que chocaban entre si cuando lasmovía el viento, con un gemido prolongado y triste. A pesar de todos los cuentos que a propósito de la armadura se fraguaron, yque en voz baja se repetían unos a otros los habitantes de los alrededores, nopasaban de cuentos, y el único mal positivo que de ello resulto se redujoentonces a una dosis de miedo más que regular, que cada uno de por si seesforzaba en disimular lo posible, haciendo, como decirse suele, de tripascorazón. Si de aquí no hubiera pasado la cosa, nada se habría perdido. Pero eldiablo, que a lo que parece no se encontraba satisfecho de su obra, sin dudacon el permiso de Dios, y a fin de hacer purgar a la comarca algunas culpas,volvió a tomar cartas en el asunto. Desde este momento las fábulas, que hasta aquella época no pasaron de unrumor vago y sin viso alguno de verosimilitud, comenzaron a tomar consistenciay a hacerse de día en día más probables. En efecto, hacia algunas noches que todo el pueblo había podido observar unextraño fenómeno. Entre las sombras, a lo lejos, ya subiendo las retorcidas cuestas del peñóndel Segre, ya vagando entre las ruinas del castillo, ya cerniéndose, alaparecer, en los aires, se veían correr, cruzarse, esconderse y tornar aaparecer para alejarse en distintas direcciones, unas luces misteriosas yfantásticas, cuya procedencia nadie sabía explicar. Esto se repitió por tres o cuatro noches durante el intervalo de un mes, ylos confusos aldeanos esperaban, ansiosos, el resultado de aquellosconciliábulos diabólicos que ciertamente no se hizo aguardar mucho, cuando treso cuatro alquerías incendiadas, varias reses desaparecidas y los cadáveres dealgunos caminantes despeñados en los precipicios pusieron en alarma todo elterritorio en diez leguas a la redonda. Ya no quedo duda laguna. Una banda de malhechores se albergaba en lossubterráneos del castillo. Estos, que solo se prestaban al principio muy de tarde en tarde y endeterminados puntos del bosque que aun en el día se dilata a lo largo de laribera, concluyeron por ocupar casi todos los desfiladeros de las montañas,emboscarse en los caminos, saquear los valles y descender como un torrente a lallanura, donde, a este quiero, a este no quiero, no dejaban títere con cabeza. Los asesinatos se multiplicaban, las muchachas desaparecían, los niños eranarrancados de las cunas, a pesar de los lamentos de sus madres, para servirlosen diabólicos festines, en que, según la creencia general, los vasos sagradossustraídos de las profanadas iglesias servían de copa. El terror llego a apoderarse de los ánimos en un grado tal, que al toque deoraciones nadie se aventuraba a salir de su casa, en la que no siempre secreían seguros de los bandidos del peñón. Mas ¿quiénes eran estos? ¿De dónde habían venido? ¿Cuál era el nombre de sumisterioso jefe? He aquí el enigma que todos querían explicar y que nadie podíaresolver hasta entonces, aunque se observase, desde luego, que la armadura delseñor feudal había desaparecido del sitio que antes ocupara y posteriormentevarios labradores hubiesen afirmado que el capitán de aquella desalmada gavillamarchaba a su frente, cubierto con una que, de no ser la misma, se le asemejabaen un todo. Cuanto queda repetido, si se le despoja de esa parte de fantasía con que elmiedo abulta y completa sus creaciones favoritas, nada tiene en sí desobrenatural y extraño. ¿Qué cosa más corriente en unos bandidos que las ferocidades con que estosse distinguían, ni más natural que el apoderarse su jefe de las abandonadasarmas del señor del Segre? Sin embargo, algunas revelaciones hechas antes de morir por uno de sussecuaces, prisionero en las últimas refriegas, acabaron de colmar la medida,preocupando el ánimo de los más incrédulos. Poco más o menos, el contenido desu confesión fue éste: <<-Yo -dijo- pertenezco a una noble familia. Los extravíos de mijuventud, mis locas prodigalidades y mis crímenes, por último, atrajeron sobremi cabeza la cólera de mis deudos y la maldición de mi padre, que me desheredóal expiar. Hallándome solo y sin recursos de ninguna especie, el diablo, sinduda, debió sugerirme la idea de reunir algunos jóvenes que se encontraban enuna situación idéntica a la mía, los cuales, seducidos con la promesa de unporvenir de disipación, libertad y abundancia, no vacilaron un instante ensuscribir a mis designios. Estos se reducían a formar una banda de jóvenes debuen humos, despreocupados y poco temerosos del peligro, que desde allí enadelante vivirían alegremente del producto de su valor y a costa del país,hasta tanto que Dios se sirviera disponer de cada uno de ellos conforme a suvoluntad, según hoy a mí me sucede. Con esto objeto, señalamos esta comarcapara teatro de nuestras expediciones futuras y escogimos como punto el más apropósito para nuestras reuniones el abandonado castillo del Segre, lugarseguro no tanto por su posición fuerte y ventajosa como por hallarse defendidocontra el vulgo por las supersticiones y el miedo. Congregados una noche bajosus ruinosas arcadas, alrededor de una hoguera que iluminaba con su rojizoresplandor las desiertas galerías, trabóse una acalorada disputa sobre cuál denosotros había de ser elegido jefe. Cada uno alegó sus méritos: yo expuse misderechos; ya los unos murmuraban entre sí con ojeadas amenazadoras, ya losotros, con voces descompuestas por la embriaguez, habían puesto la mano sobreel pomo de sus puñales para dirimir la cuestión, cuando de repente oímos unextraño crujir de armas acompañado de pisadas huecas y sonantes, que de cadavez se hacían más distintas. Todos arrojamos a nuestro alrededor una inquietamirada de desconfianza; nos pusimos de pie y desnudamos nuestros aceros,determinados a vender caras las vidas; pero no pudimos por menos de permanecerinmóviles al ver adelantarse con paso firme e igual un hombre de elevadaestatura, completamente armado de la cabeza al pie y cubierto el rostro con lavisera del casco, el cual, desnudando su montante, que dos hombres podríanapenas manejar, y poniéndose sobre uno de los carcomidos fragmentos de lasrotas arcadas, exclamo con una voz hueca y profunda, semejante al rumor de unacaída de aguas subterráneas: “Si alguno de vosotros se atreve a ser el primeromientras yo habite en el castillo del Segre, que tome esa espada, signo delpoder”. Todos guardamos silencio, hasta que, transcurrido el primer momento deestupor, le proclamamos a grandes voces nuestro capitán, ofreciéndole una copade nuestro vino, la cual rehusó por señas acaso por no descubrirse la faz, queen vano procuramos distinguir a través de las rejillas de hierro que laocultaba a nuestros ojos. No obstante, aquella noche pronunciamos el másformidable de los juramentos, y a la siguiente dieron principio nuestras nocturnascorrerías. En ellas, nuestro misterioso jefe marcha siempre delante de todos.Ni el fuego le ataja, ni los peligros le intimidan, ni las lágrimas leconmueven. Nunca despliega sus labios; pero cuando la sangre humea en nuestrasmanos, como cuando los templos se derrumban calcinados por las llamas; cuandolas mujeres huyen espantadas entre las ruinas, y los niños arrojan gritos dedolor, y los ancianos perecen a nuestros golpes, contesta con una carcajada deferoz alegría a los gemidos, las imprecaciones y los lamentos. Jamás se desnudade sus armas ni abate la visera de su casco después de la victoria, niparticipa del festín, ni se entrega al sueño. Las espadas que le hieren sehunden entre las piezas de su armadura, y ni le causan la muerte ni se retiranteñidas en sangre; el fuego enrojece su espaldar y su cota, y aun prosigueimpávido entre las llamas, buscando nuevas víctimas; desprecia el oro, aborrecela hermosura y no le inquieta la ambición. Entre nosotros, unos le creen unextravagante; otros, un noble arruinado, que por un resto de pudor se tapa lacara, y no falta quien se encuentra convencido de que es el mismo diablo enpersona.>> El autor de estas revelaciones murió con la sonrisa de la mofa en loslabios y sin arrepentirse de sus culpas. Varios de sus iguales le siguieron endiversas épocas al suplicio; pero el temible jefe, a quien continuamente seunían nuevos prosélitos, no cesaba en sus desastrosas empresas. Los infelices habitantes de la comarca, y de cada vez más aburridos y desesperados,no acertaban ya con la determinación que debería tomarse para concluir de untodo con aquel orden de cosas, cada día más insoportable y triste. Inmediato a la villa, y oculto en el fondo de un espeso bosque, vivía aesta sazón, en una pequeña ermita dedicada a San Bartolomé, un santo hombre, decostumbres piadosas y ejemplares, a quien el pueblo tuvo siempre en olor desantidad merced a sus saludables consejos y acertadas predicciones. Este venerable ermitaño, a cuya prudencia y proverbial sabiduríaencomendaron los vecinos de Bellver la resolución de este difícil problema,después de implorar la misericordia divina por medio de su santo patrono, que,como ustedes no ignoraran, conoce al diablo muy de cerca y en más de unaocasión le ha atado bien corto, les aconsejo que se emboscasen durante la nocheal pie del pedregoso camino que sube serpenteando por la roca en cuya cima seencontraba el castillo, encargándoles al mismo tiempo que, ya allí, no hiciesenuso de otras armas para aprehenderlo que de una maravillosa oración que leshizo aprender de memoria y con lo cual aseguraban las crónicas que SanBartolomé había hecho al diablo su prisionero. Púsose en planta el proyecto, y su resultado excedió a cuantas esperanzasse habían concebido, pues aun no iluminaba el sol del otro día la alta torre deBellver, cuando sus habitantes, reunidos en grupos en la plaza mayor, secontaban unos a otros, con aire de misterio, como aquella noche, fuertementeatado de pies y manos, y a los lomos de una poderosa mula, había entrado en lapoblación le famoso capitán de los bandidos del Segre. De que artes se valieron los acometedores de esta empresa para llevarla a término,ni nadie se lo acertaba a explicar ni ellos mismos podían decirlo; pero elhecho era que, gracias a la oración del santo o al valor de sus devotos, lacosa había sucedido tal como se refería. Apenas la novedad comenzó a extenderse de boca en boca y de casa en casa,la multitud se lanzó a las calles con ruidosa algazara y corrió a reunirse alas puertas de la prisión. La campana de la parroquia llamo a consejo, y losvecinos más respetables se juntaron en capitulo, y todos aguardaban ansiosos lahora en que el reo había de comparecer anta sus improvisados jueces. Estos, que se encontraban autorizados por los condes de Urgel paraadministrarse por sí mismos pronta y severa justicia sobre aquellosmalhechores, deliberaron un momento, pasado el cual mandaron compadecer aldelincuente a fin de notificarle su sentencia. Como dejo dicho, así en la plaza mayor como en las calles por donde elprisionero debía atravesar para dirigirse al punto en que sus jueces seencontraban, la impaciente multitud hervía como un apiñado enjambre de abejas.Especialmente en la puerta de la cárcel, la conmoción popular tomaba de cadavez mayores proporciones. Y ya los animados diálogos, los sordos murmullos ylos amenazadores gritos comenzaban a poner en cuidado a sus guardas, cuando,afortunadamente, llego la orden de sacar al reo. Al parecer este bajo el macizo arco de la portada de su prisión,completamente vestido de todas armas y cubierto el rostro con la visera, unsordo y prolongado murmullo de admiración y de sorpresa se elevó de entre lascompactas masas del pueblo, que se abrían con dificultad para dejarle paso. Todos habían reconocido en aquella armadura la del señor del Segre; aquellaarmadura objeto de las más sombrías tradiciones mientras se la vio suspendidade los arruinados muros de la fortaleza maldita. Las armas eran aquellas, no cabía duda alguna. Todos habían visto flotar elnegro penacho de su cimera en los combates que un tiempo trabaran contra suseñor; todos lo habían visto agitarse al soplo de la brisa del crepúsculo, apar de la hiedra del calcinado pilar en que quedaron colgadas a la muerte de sudueño. Mas ¿quién podría ser el desconocido personaje que entonces las llevaba?Pronto iba a saberse. Al menos, así se creía. Los sucesos dirán cómo estaesperanza queda frustrada a la manera de otras muchas y por qué de este solemneacto de justicia, del que debía aguardarse el completo esclarecimiento de laverdad, resultaron nuevas y más inexplicables confusiones. El misterioso bandido penetro al fin en la sala del Concejo, y un silencioprofundo sucedió a los rumores que se elevaran de entre los circunstantes aloír resonar bajo las latas bóvedas de aquel recinto el metálico son de susacicates de oro. Uno de los que componían el tribunal, con voz lenta einsegura, le pregunto su nombre, y todos prestaron el oído con ansiedad para noperder una sola palabra de su respuesta; pero el guerrero se limitó a encogersus hombros ligeramente, con un aire de desprecio e insulto que no pudo menosde irritar a sus jueces, los que se miraron entre si sorprendidos. Tres veces volvió a repetirle la pregunta, que otras tantas obtuvosemejante o parecida contestación. -¡Que se levante la visera! ¡Que se descubra! ¡Que se descubra! -comenzarona gritar los vecinos de la villa presentes al acto-. ¡Que se descubra! ¡Veremossi se atreve entonces a insultarnos con su desdén como ahora la hace protegidopor el incógnito! -Descubríos -repitió el mismo que anteriormente le dirigiera la palabra. El guerrero permaneció impasible. -Os lo mando en el nombre de nuestra autoridad. La misma contestación. -En el de los condes soberanos. Ni por esas. La indignación llego a su colmo, hasta el punto que uno de sus guardas,lanzándose sobre el reo, cuya pertinacia en callar bastaría a apurar laapariencia de un santo, le abrió violentamente la visera. Un grito de generalsorpresa se escapó del auditorio, que permaneció por un instante herido de uninconcebible estupor. La cosa no era para menos. El casco, cuya férrea visera se veía en partelevantada hasta la frente, en parte caída sobre la brillante gola de acero,estaba vacío..., completamente vacío. Cuando pasaba ya el primer momento de terror, quisieron tocarle, laarmadura se estremeció ligeramente y, descomponiéndose en piezas, cayó al suelocon un ruido sordo y extraño. La mayor parte de los espectadores, a la vista del nuevo prodigio,abandonaron tumultuosamente la habitación y salieron despavoridos a la plaza. La nueva se divulgo con la rapidez del pensamiento entre la multitud queaguardaba impaciente el resultado del juicio, y fue tal la alarma, la revueltay la vocería, que ya a nadie cupo duda sobre lo que de publica voz seaseguraba; esto es, que el diablo, a la muerte del señor del Segre, habíaheredado os feudos de Bellver. Al fin se apaciguo el tumulto y decidióse volver a un calabozo lamaravillosa armadura. Ya en él, despacháronse cuatro emisarios que, en representación de laatribulada villa, hiciesen presente el caso al conde de Urgel y al arzobispo,los que no tardaron muchos días en tornar con la resolución de estospersonajes, resolución que como suele decirse, era breve y compendiosa. -Cuélguese -les dijeron- la armadura en la plaza mayor de la villa, que siel diablo la ocupa, fuerza le será el abandonarla o ahorcarse con ella. Encantados los habitantes de Bellver con tan ingeniosa solución, volvierona reunirse en consejo, mandaron levantar una horca en la plaza y cuando ya lamultitud ocupaba sus avenidas, se dirigieron a la cárcel por las armas, encorporación y con toda la solemnidad que la importancia del caso requería. Cuando la respetable comitiva llego al macizo arco que daba entrada aledificio, un hombre pálido u descompuesto se arrojó al suelo en presencia delos aturdidos circunstantes, exclamando con las lágrimas en los ojos: -¡Perdón, señores, perdón! -¡Perdón! ¿Para quién? -dijeron algunos-. ¿Para el diablo que habita dentrode la armadura del señor del Segre? -Para mí -prosiguió con voz trémula el infeliz, en quien todos reconocieronal alcaide de las prisiones-, para mí... Porque las armas... han desaparecido. Al oír estas palabras el asombro se pintó en el rostro de cuantos seencontraban en el pórtico, que, mudos e inmóviles, hubieran permanecido en laposición en que se encontraban dios sabe cuándo si la siguiente relación delguardián no las hubiera hecho agruparse en su alrededor para escuchar conavidez. -Perdonadme, señores -decía el pobre alcaide-, perdonadme y yo no osocultare nada; si quiera sea en contra mía. Todos guardaban silencio, y el prosiguió así: -Yo no acertare nunca a dar la razón; pero es el caso que la historia delas armas vacías me pareció siempre una fábula tejida en favor de algún noblepersonaje a quien tal vez altas razones de conveniencia publica no permitíandescubrir ni castigar. En esta creencia estuve siempre, creencia en que nopodía menos de confirmarme la inmovilidad en que se encontraban desde que porsegunda vez tornaron a la cárcel traídas del Concejo. En vano una noche y otra,deseando sorprender su misterio, si misterios en ellas había, me levantaba pocoa poco y aplicaba el oído a los intersticios de la ferrada puerta de sucalabozo: ni un rumor se percibía. En vano procure observarlas a través de unpequeño agujero producido en el muro. Arrojadas sobre un poco de paja, y en unode los más oscuros rincones, permanecían un día y otro descompuestas einmóviles. Una noche, por último, aguijoneado por la curiosidad y deseandoconvencerme por mi mismo de que aquel objeto de terror nada tenía demisterioso, encendí un linterna, baje a las prisiones, levante sus doblesaldabas y, no cuidando siquiera (tanta era mi fe en que todo no pasaba de uncuento) de cerrar las puertas tras mí, penetre en el calabozo. Nunca lo hubierahecho. Apenas anduve unos pasos, las luz de mi linterna se apagó por si sola ymis dientes comenzaron a chocar y mis cabellos a erizarse. Turbando el profundosilencio que me rodeaba, había oído como un ruido de hierros que se removían ychocaban al unirse entre las sombras. Mi primer movimiento fue arrojarme a laspuertas para cerrar el paso; pero al asir sus hojas sentí sobre mis hombros unamano formidable cubierta con un guantelete, que, después de sacudirme conviolencia, me derribo sobre el dintel. Allí permanecí hasta la mañanasiguiente, que me encontraron mis servidores falto de sentido y recordando soloque después de mi caída había creído percibir confusamente como una pisadassonoras, la compás de las cuales resonaba un rumor de espuelas, que poco a pocose fue alejando hasta perderse. Cuando concluyó el alcaide reino un silencio profundo al que se siguióluego un infernal concierto de lamentaciones, gritos y amenazas. Trabajo costó a los más pacíficos el contener al pueblo que, con la novedad,pedía a grandes voces la muerte del curioso autor de su nueva desgracia. Al cabo logróse apaciguar el tumulto y comenzaron a disponerse a una nuevapersecución. Esta obtuvo también un resultado satisfactorio. Al cabo de lagunas días, la armadura volvió a encontrarse en poder de susperseguidores. Conocida la fórmula, y mediante la ayuda de San Bartolomé, lacosa no era ya muy difícil. Pero aún quedaba algo por hacer, pues en vano, a fin de sujetarla, lacolgaron de una horca; en vano emplearon la más exquisita vigilancia con elobjeto de quitarle toda ocasión de escarparse por esos mundos. En cuanto a lasdesunidas armas veían dos dedos de luz se encajaban y, pian pianito, volvían atomar el trote y a emprender de nuevo sus excursiones por montes y llanos, queera una bendición del cielo. Aquello era el cuento de nunca acabar. En tan angustiosa situación, los vecinos se repartieron entre si las piezasde la armadura, que acaso por centésima vez se encontraba en sus manos, yrogaron al piadoso eremita que un día los ilumino con sus consejos decidiera loque debí hacerse con ella. El santo barón ordeno al pueblo una penitencia general. Se encerró por tresdías en el fondo de la caverna que le servía de asilo, y al cabo de ellosdispuso que se fundieses las diabólicas armas, y con ellas y algunos sillaresdel castillo del Segre se levantase una cruz. La operación se llevó a término, aunque no sin que nuevos y aterradoresprodigios llenasen de pavor al ánimo de los consternados habitantes de Bellver.En tanto que las piezas arrojadas a las llamas comenzaban a enrojecerse,largos y profundos gemidos parecían escarparse de la ancha hoguera, de entrecuyos troncos saltaban como si estuvieran vivas y sintiesen la acción delfuego. Una tromba de chispas rojas, verdes y azules danzaban en la cúspide desus encendidas lenguas y se retorcía crujiendo como si una legión de diabloscabalgando sobre ellas, pugnasen por libertad a su señor de aquel tormento. Extraña, horrible fue la operación en tanto que la candente armadura perdíasu forma para tomar la de una cruz. Los martillos caían resonando con unespantoso estruendo sobre el yunque, al que veinte trabajadores vigorosossujetaban las barras del hirviente metal, que palpitaba y gemía al sentir losgolpes. Ya se extendían los brazos del signo de nuestra redención, ya comenzaba aformarse la cabecera, cuando la diabólica y encendida masa se retorcía de nuevocomo una convulsión espantosa y, rodeándose al cuerpo de los desgraciados quepugnaban por desasirse de sus abrazos de muerte, se enroscaba en anillos comouna culebra o se contraía en zigzag como un relámpago. El constante trabajo, la fe, las oraciones y el agua bendita consiguieron,por último, vencer al espíritu infernal y la armadura se convirtió en una cruz.Esa cruz es la que hoy habéis visto, y a la cual se encuentra sujeto eldiablo, que le presta su nombre. Ante ella, ni las jóvenes colocan en el mes demayo ramilletes de lirios, ni los pastores se descubren al pasar, ni losancianos se arrodillan, bastando apenas las severas amonestaciones del cleropara que los muchachos no la apedreen. Dios ha cerrado sus oídos a cuantas plegarias se le dirigen en supresencia. En el invierno, los lobos se reúnen en manadas junto al enebro quela protege para lanzarse sobre las reses; los bandidos esperan a su sombra alos caminantes, que entierran a su pie después que los asesinan, y cuando latempestad se desata, los rayos tuercen su camino para liarse, silbando, al astade esa cruz y romper los sillares de su pedestal.