No te debo nada.Ni una cena, ni otro beso, ni un abrazo. Nada.
Siendo realistas, tampoco tú me debes nada. Ni una disculpa, ni la mitad de la cuenta, ni una excusa. Nada.
Aunque claro… siendo exigentes, sí que me debes algo. Me debes dos semanas de montaña rusa, un par de días de sube y baja. Me debes lo mismo que un padre divorciado a su hijo alquilado en vacaciones.
Me debes los días que me hiciste creer que te esperaba, las huellas dactilares desgastadas en comunicarnos las ganas que no te vi jamás. Me debes la culpa sin sentido que sentí las primeras veces que no te vi venir. Me debes las ilusiones que, gracias a Dios, no me hice por ti.
¡Vaya! Se me ha ido un poco la deuda de las manos… pero oye, que no me enfado. Ni un enfado te llego a deber.
Es que no te debo ni buenas maneras. Ahora mismo no te debo ni medio halago por lo que me gustaste al verte. No te debo ni un piropo más de los que ya te di por complacerte ni por construir puentes.
Imagínate la situación, que ni siquiera te debo una justificación a por qué aquella pared me podría parecer roja, violeta o marrón.
Eso sí, quizás te deba toda mi educación. Toda mi preocupada autoconcepción. Te debo tanta caballerosidad que, no te preocupes, a aquella cena ya invité yo.