Era el lunes 26 por la madrugada y un ruido inesperado me despertó del sueño pesado. Sentí que había dormido una eternidad. Miré el celular despertador: debajo de la hora, un sobrecito. No lo miré. Me acomodé de costado buscando la espesa tranquilidad que había conseguido. Luego pensé que el mensaje no podía ser una promoción de Movistar (y si en realidad lo era se recibían de descarados hijos de puta). Lo abrí y seguía sin leerlo. No lo entendía. Parecía un mensaje viejo, lejano. Era la reina.
La última vez que la la vi no hacía mucho, era jueves a la tarde. Atípico, incómodo. Una extraña sensación se paseaba por mis venas. Estábamos mirando una película pedorra porque ella tenía que hacer un trabajo práctico basado en eso. Por primera vez no sentía interés, me aburría, no podía dejar latir el corazón que antes se posaba sumiso sobre sus manos. "¿Estás bien?", me preguntó con una mirada socarrona, de alguien que sabe que lleva varias partidas ganadas. Solo bajo un descuido estúpido e improbable podía ser que un peón se coma a la Reina. Asenté con la cabeza, aunque mi mente merodeaba lejos de la pensión. Miré el reloj pulsera que le había regalado que ella mostraba orgullosa, como una ofrenda obtenida, y pensé en lo simbólico. ¿Cuando será la hora?, me dije y no pude evitar sentir que quizás nuestro tiempo se había acabado. Miré sus ojos como si fuera la última vez. Olí su pelo, acaricié sus manos. Todo parecía ajeno, desconocido. Ella miraba y no entendía, o realmente sí, comprendía todo solo que no le importaba. Cuántas veces habré girado como una calesita alrededor suyo...
Sin embargo, noté un vacío irrecuperable. Pensé en los monjes santurrones que se autoflagelaban delante la imagen divina, buscando limpiarse de pecados y vicios. Pero, ¿hasta que punto el dolor nos es efectivo, cuando se recurre a él constantemente? Evidentemente, el cuerpo se acostumbraba a todo, incluso a saberse irremediablemente derrotado. Inspeccioné su cuello, saboreé sus labios, masajié sus pies. ¿De qué sirve seguir negando la Historia y la Providencia? Todo se repetía, sus discursos y excusas, mi lamento y sumisión. Qué aburrido era revisar la angustia y la melancolía cotidiana y saber que mientras esté dentro de un paréntesis no conocería el punto final. La película terminaba y apareció su hermano en forma de campana. Percibí el Gong del último round. No había empate técnico. Busqué la salida y me perdí en la calle, buscando mis pasos que había dado estos últimos tiempos. Intenté borrarlos para no dejar pruebas. Que la Reina quede absuelta, yo soy más culpable que ella. Pensé...
Releí su mensaje esa madrugada indignado, porque ella no había entendido nada, ya no podía ordenarme. Busqué calmarme buscando los sueños perdidos debajo de mi almohada, mientras de la otra pieza el despertador de Salvador sonaba como un condenado. Él dormía como un tronco. Me levanté colérico y casi revoleo ese reloj de mierda. Luego miré de nuevo su mensaje y busqué las palabras de texto adecuadas para que, diplomáticamente, se vaya un poco a la mierda. Me acosté de nuevo mientras en la radio hablaba Tom Lupo de Mamá Evita.
A la mañana (tarde) desperté en forma de fantasma. No podía llorar, nunca puedo. La Reina porá se comió hasta ese desesperado recurso de calma. Tomé unos mates, encendí un pucho, prendí la radio. Un cuento de Walsh, por Apo. Trascartón, el ultimo mensaje de Evita. Al cigarrillo le dí una pitada larga, Mamá Evita pedía que rueguen por su salud, no tanto por ella sino por Perón y sus descamisados. Y empecé a toser lágrimas, la angustia me ahorcaba la garganta. Y lloré. Cosa de Evita y sus milagros...