Patrick Mclaren era hijo de John C. Mclaren y su señora esposa Gertrudis S. de Mclaren. La familia fue dueña del emporio de transporte transcontinental Marítimo Mclaren y flia. Patrick creció en una mansión en la Isla de Tasos, Grecia. Patrick no conoció el grisáceo puerto de Swansea donde la fortuna de sus padres fue amasada entre neblinas y frío. Él tenía la piel cobriza de tanto sol guardado, no tenía la nariz de sus padres, su dentadura era claramente británica. Saco sport y remera, pantalones marineros. Belmondo hizo una carrera a su imagen y semejanza, claro que sin esos dientes. Su mandibula no le impidió concurrir a fiestas extravagantes, probar toda clase de bebidas espirituosas, salir en tapas de revistas del corazón a causa de reiterados affaires con estrellas mundiales, conocer princesas, recorrer prados, comer en platos invaluables ni preocuparse por la pobreza en lugares lejanos. Como todo buen hijo a sus 25 años vendió el negocio construido por sus padres para dedicarse de lleno a la lujuria con los billetes contantes y sonantes.
A la adolescente edad de los treinta años, aburrido del mundo, Patrick abandonó prematuramente el Jet set. Según uno de sus viejos amigos fue luego de no encontrar sentido trascendente a una orgía realizada en una famosa playa de América del Sur. Su casona de playa comenzó a ser frecuentada por pensadores, escritores y vale admitirlo, conocedores misceláneos de toda laya y altura, algunos tentados por la posibilidad de que a Patrick le haya sobrado un poco de excesos en la casa. No pedían mucho, una supermodelo y champagne hubieran sido suficientes. Lamentablemente para ellos no fue así, movilizado por la poderosa fé que vive en los conversos, al británico se le metió en la cabeza que quería dedicarse al arte, nada original para un rico aburrido, la diferencia es que Patrick no hizo cuatro cuadros pichuleros con delirio místico, el hombre se preparó de verdad, puso su líbido en eso, se exigió al máximo. Al poco tiempo, ya cuando los intelectuales mangueros dejaron de aceptar sus invitaciones, se mudó a un departamento en Nueva York donde se recluyó. Escribió y reescribió, dedicó 25 años de arduo trabajo a la escritura de su novela. Interrumpido únicamente por un devaneo con una princesa de Mónaco y por una Hepatitis que lo tuvo al borde de la muerte.
“Our sin”, fue presentada con toda pompa con la sensibilidad que caracteriza a los norteamericanos y que se había hecho carne en el británico luego de tanto tiempo. Se reprodujo velozmente por todo el mundo, con esto de la globalización, llovieron ofertas de directores de cine para arruinarla. La novela trataba sobre las confesiones de una prostituta , Annie, a un cura, Joseph. Cada palabra estaba cuidadosamente elegida, los relatos de Annie hubieran excitado al mismo Miguel de Molina. Joseph era el pensamiento del mundo en cápsulas de prudencia. El final fue lo demasiado abierto para generar una psicosis general.
Tal fue el fenómeno que en el mundo pareció haberse terminado la muerte, la injusticia, el fútbol. Durante algún tiempo solo se habló del tema, multitudes se congregaban frente al departamento de Patrick exigiendo una segunda parte, una definición, una explicación. Patrick fue pasando de la sonrisa complaciente y el disfrute, al pánico a salir a la calle. Lo hostigaban desde jefes de Estado hasta periodistas, Cardenales, Peluqueros, Prostitutas, Abogados, cantantes de boleros, toda clase de runfla. Los peores eran los editores que agitaban el contrato al viento ante la atenta mirada de los abogados. La violación de la intimidad de Patrick fue tal que al ver la multitud que él no cesaba en su confinamiento decidieron sacarlo por la fuerza mientras el hombre dormía, con la clara complicidad de los porteros y los vecinos que se mezclaron con la turba.
Patrick, semidesnudo, en posición fetal en plena calle,ante todas las miradas del mundo, ante el griterío, ante la indiferencia de los snobs, sólo atino a desmayarse, lo cual enardeció a los espectadores que estuvieron a punto de lincharlo. Un grupo de elite lo retiró de la dantesca situación con una maniobra de disuasión pacífica de la manifestación que incluyó tasers, humo y balas de goma. El británico fue llevado a un edificio de máxima seguridad del Gobierno Norteamericano para su protección, según fue informado a la prensa.
Un año después apareció la segunda parte de “Our Sin” titulada “I did not tell you”, la presentación fue igual de pomposa que la primera, según dijeron de la editorial, él no estuvo presente en el evento por una cuestión de Marketing. La secuela carecia de toda gracia, de todo pensamiento, de toda emoción. Anne se casaba, pagaba sus impuestos y tenía dos hijos, el cura se transformaba en Obispo, musulmanes atentaban y un irlandés andaba ebrio por todo el libro. El rechazo no tardo el llegar. Patrick Mclaren no apareció nunca más, su imagen no era la mejor luego de tan mala obra que, infiero, le habían obligado a firmar. El servicio Secreto lo puso en un programa de protección y fue imposible rastrearlo. El mundo de a poco lo fue olvidando, a las primeras planas volvió la muerte, la injusticia y una nueva lolita americana, que para quien relata no llega a los talones de cualquier rosarina.
En el final de mi investigación, el final del desfile de conspiracionistas lo marco un paisano que , con voz temblorosa, afirmó que Patrick vivía en Gaiman, Argentina entre los galeses, desestimé su testimonio rápidamente cuando me dijo que Patrick era vecino de Elvis Presley en la pequeña y fría comunidad patagónica. La falta de dinero también ayudo a mi claudicación. Quién sabe como terminaba realmente Annie, que pasaba con Joseph, que palabras no se dijeron, qué pensamientos nos han negado una vez más los Norteamericanos, todo desapareció con Patrick y creo que será imposible saberlo.