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Desde mi punto de vista, uno de los principales cambios que ha sufrido la educación en los últimos años tiene que ver con las expectativas individuales y colectivas que hay puestas en su fin social. Si hace 40 o 50 años estudiar y practicar la cultura del esfuerzo que impregnaba la escuela era sinónimo de obtener un puesto de trabajo y un cierta posición de privilegio dentro de la sociedad en la etapa adulta, hoy día, con la expansión de la escolarización obligatoria al 100% de los niños y de la niñas hasta que titulan en ESO (lo que equivaldría con el valorado título de bachiller de la época) nos obliga a cambiar nuestras expectativas acerca de para qué sirve la escuela. Quizás ya no podemos encontrar el valor añadido de la institución escolar a nivel individual, a modo de títulos o certificados que se han ido devaluando generación tras generación y que ya no garantizan -ni por asomo- un puesto de trabajo ni una posición de privilegio, sino más bien a nivel del grado de cualificación y preparación de la sociedad en general. Nos guste o no, la escuela y el instituto ya no preparan para el trabajo sino, en teoría, para formar a ciudadanos y ciudadanas que tengan un mayor nivel cultural, sean más críticos y en situaciones adversas, como la actual crisis económica, tengan más capacidad para plantear soluciones creativas e innovadoras de empleo y/o autoempleo.
No me cabe la menor duda de que la reserva de talento en España, entendida como el porcentaje de personas cuyo talento se infrautilizaba en nuestro país por la organización elitista del sistema educativo en el que sólo estudiaba el que provenía de una familia acomodada, ha disminuído notablemente. En la actualidad, ya no sólo asisten a la escuela los niños (varones) y de entre éstos los que podían estudiar porque sus familias no necesitaban que trabajaran, sino que van a la escuela el 100% de los niños y de las niñas (éstas últimas titulan en ESO y cursan estudios universitarios en mayor porcentaje que sus compañeros varones). Pero la gran paradoja que se nos está planteando es que la inversión realizada en formar a tantas generaciones de jóvenes pretendiendo convertirlos/as en los/as más sobrecualificados de nuestra historia no se ha traducido en un crecimiento de nuestra economía del conocimiento. España es de los países europeos con índices más bajos en emprendimiento, innovación, desarrollo tecnológico e investigación, los únicos motores que, según los expertos, podrán hacer posible una salida de la crisis manteniendo los niveles actuales de protección y prestaciones sociales de cara al futuro. Por contra, la economía española se ha confiado, como alma al diablo, directa o indirectamente al sector terciario -servicios a la comunidad y empresariales, turismo, transporte y logística, etc., mientras nuestro capital humano está teniendo que emigrar a otros países para poder encontrar un trabajo a la altura de su cualificación y de su esfuerzo individual. El resultado final, a nivel global de la sociedad de nuestros días, es que estamos entrando en una espiral decreciente de nuestra economía del conocimiento fruto de que las personas más válidas salen de nuestro sistema productivo para enriquecer con su talento la economía de los países vecinos, algo muy parecido a lo que ha ocurrido durante lustros en las naciones más pobres y desfavorecidas que han visto (y ven) como aquellos/as ciudadanos/as que estaban más preparados/as para hacerlos salir de su penosa situación económica se marchaban a otros países. Mientras todo esto ocurre, y vamos perdiendo por día más posibilidades de retomar una senda de verdadero progreso y prosperidad, nuestras escuelas, institutos y universidades siguen derrochando a diario nuestros impuestos preparando a nuestros/as hijos e hijas para que desemboquen en una economía que no puede darles cobijo profesional, bien porque el sistema educativo actual requiere de una reformulación en profundidad que redefina su fin social, bien porque el modelo económico de nuestro país debe adecuarse a la economía del conocimiento que está imponiéndose en el primer mundo, o ambas cosas. Lo que sí es cierto es que, con reformas educativas y estructurales de bajísimo perfil y con una apuesta decidida por recortar la inversión en I+D+i, España va abocada a convertirse en un país del tercer mundo más que a salir de la crisis económica en la que está inmersa.