Pequeña idiota. Qué forma más estúpida de desafiar a tu padre. Podrías haberte puesto medias de seda, fumar a escondidas, quedarte embarazada del criado, haberte ido a París cuando cumplieras dieciocho, reclamar tu herencia. Todo por no querer aceptar el drama de tus doce años; una habitación propia, lejos de un perro y juguetes infantiles. Tú tampoco querías crecer, y volcaste todos tus miedos e inseguridades en él, aprovechándote de su condición de huerfanito. Querías vengarte de tu padre, salirte con la tuya, creerte importante y lo único que conseguiste es que casi mataran a tus hermanos. Volviste a los tres días a casa, con los bucles gachos y sin pensar en el caos dejado atrás, un montón de niños perdidos vagando a la deriva en un barco. Luego contaste otra versión de la historia: él no te hacía caso, estaba todo el día de juerga y siempre iba acompañado de la rubia. La verdad es que te rompió el corazón y por eso no has dejado de repetir tu soniquete. Confiaste demasiado en tu cara de niña buena, en tu casa decimonónica en el centro de Londres, en todos tus cuentos y en tu educación cuando a él, a él le gustaba su chica de toda la vida, por mucho que fuera una deslenguada, algo celosa y llevara una falda demasiado corta. No querías aventuras. Querías bañarte en camisón, que se te pegara al cuerpo todo empapado, notar las hormonas, que él te tocara. Te imagino en la ventana de tu casa, maldiciendo que no te diera ni un beso, odiándolo a todas horas, a él y a la rubia, y esperando que aparezca otro, repetir tu patrón de conducta, amenazar con irte para no volver, estar otros tres días fuera de casa y volver llorando abrazada a tu padre porque nadie te ha desabrochado el canesú. Pequeña zorra consentida. Cómo nos odio.