La encina y el gorrión.

Publicado el 24 junio 2013 por Hluisgarcia

Me acercaba como siempre a mi paso y de lejos ya pude verlo, aquel gran pájaro negro volando alrededor de ella, siempre picoteandole las ramas, arrancándole algo si podía.

Aceleré el ritmo para llegar antes pero aún sufría las consecuencias del último vendaval que me azotó sin piedad. La envejecida encina, aguantaba como podía los envites de aquella despiadada ave negra,  a veces de sus zarpazos y picotazos arrancaban amarga savia que caían en forma de lágrimas por su arrugada corteza.

Yo sabía que la anciana encina tenía en su frágil alma de árbol todavía mucha fuerza. Muchas veces podaron sus ramas reduciendo su copa, su majestuosidad, otras los vientos y tempestades, cambios de clima, los desastres naturales que azotan a todos los árboles, la doblaron y quebraron pero siempre se mantuvo en pie aunque a veces tambaleo a punto de caer. Como yo, se refugiaba en la profundidad más recóndita del bosque y de su interior.

Sus graznidos aterraban y allí estaba ella, movía sus ramas con suavidad para espantarlo, quizás otro árbol ya le hubiera dado un buen garrotazo, pero ella no, aún poseía mucha sensibilidad enterrada en aquella dura y rugosa corteza, y había visto crecer aquel ave negra llenándola de ternura y protección materna, lo abrigo y protegió, le dio refugio como a otros pajarillos, le vio crecer, partir, pero siempre volvía y ya no era aquel pichón negro que a veces le jugaba trastadas, era un gran pájaro negro que se lanzaba en picado sobre ella, le arrancaba las pocas bellotas que veía y se ensañaba.

Forzando mi propio valor y el corazón a punto de estallarme, alcé mi mirada hacía el horizonte donde ya empezaba a ocultarse el sol y veía las dos siluetas, ella con algunas ramas rotas, con menos hojas de las que yo recordaba en mi última visita y él grande, marcando el territorio como un pavo real exhibiendo su fuerza y su posesión, como si ella no pudiera existir sin él, y yo sabía que no era así, él no podía sobrevivir sin ella. Aquella imagen me marco y mostró un final que no me gustó para mi querida y vieja encina.

Cuánto más me acercaba más se acrecentaba mi temor, otras veces al volver a mi primer nido me había enfrentado a aquel ave negra, pero que podía hacer yo con mis pequeñas alas y tan dañadas, por mis propios infortunios, temporales, años y caídas. Yo si me estrellé contra el suelo y aún me costaba mantener el vuelo.

Conmigo a  poca distancia ella se distrajo de los picotazos del ave, y noté la ternura en su corazón de árbol, aquella ternura que pocos sabían ver y que me llenaba los ojos de lágrimas y el corazón de coraje. Me posé suave en una de sus ramas, dejando caer en un hueco de su tronco, el tallo con una flor que llevaba en el pico, siempre le llevaba alguna cosa cuando iba a verla, pequeños detalles que le mostraban donde vivía, que me acordabas de ella, cosas que le hacían aparecer un amanecer en su negra noche, una sonrisa. A veces le cantaba o le contaba mil historias de mis vuelos por otras tierras.

Al notar mi peso sobre una de sus ramas, noté como fluía su savia y levantaba su copa con fuerza enviando una de sus ramas directa al pájaro negro, sorprendido de mi presencia y de las fuerzas renovadas de la vieja encina, desconcertado se echo a un lado dejándonos tranquilas, breve tiempo de felicidad y paz que pudimos disfrutar juntas, recordamos mi última visita y le hable con mis trinos a su corazón, abrace con mis pequeñas y dañadas alas el extremo de una de sus ramas, y rodó el agua por mis plumas mojándole sus hojas, ahora no podía ir a verla todos los días, pero sabía que mi presencia le daría un soplo de aire fresco, un rayito de sol, de esperanza.

Ahora no podía como otras veces alejarle leñadores y otros pájaros, me fallaban las fuerzas pero cada día me recuperaba y mis gorgoritos se volvían más fuertes.

Mientras disfrutaba de aquel momento de felicidad, volvió el ave negra, rencorosa, vengativa y dolida en su orgullo por ver que yo llegaba a las ramas que él ya no alcanzaba.

Yo con mi fragilidad y mi pequeñez, podía posarme entre las ramitas más pequeñas y ocultas, conseguía llegar al corazón de la vieja encina, el ave negra con su fuerza y su grandeza ya muy pocas veces lograba acercarse tanto al centro del árbol.

Aquella vieja encina ahora con mis alas desplegadas encima de su copa, haciéndole barrera a los ataques en picado del cuervo, afianzo algo sus raíces y levanto más las ramas que no estaban rotas, propinándole un par de buenos azotes, del estilo de sus picotazos,  y yo me llené de nuevo de aquel aire que me elevaba con fuerza y me convertía de un aterrado gorrión en una valiente águila, con ojos de lechuza observadora y la rapidez del pico de un halcón, salí del refugio de mi alma donde me encerraba cuando amenazaban vendavales, tormentas y chaparrones, por mi querida y vieja encina. Aquel día, aquel cruel cuervo se alejo y tardará días en volver a atacarla, sabe que hay una pequeña gorrión que vela por su encina y volverá convertirse en cualquier ave para defenderla. Dura fue la despedida que me volvió a partir el alma sabiéndola tan sola, hasta me costó encontrar la ruta de vuelta a mi actual nido. Pero con el corazón algo más lleno de esperanza y la fortaleza de un ave guerrera, que sabe que su querida encina, su primer nido, aguantará otro invierno de escarcha.

Porque el sufrimiento duele más que cualquier moratón.

De cualquier chaparrón se refugia en su alma.

Porque aunque no restalle la bofetada

con las palabras se puede apuñalar un corazón.

La vieja encina. Umbra diciembre 2012.

Dedicado a mi amiga Cristina, para que sus ojos sólo desborden felicidad.

Porque se puede vencer al miedo y la oscuridad.