Con sus largas tiradas de versos como hileras de ladrillos, la épica construye muros. El carácter es el destino, decía Heráclito hace ya mucho tiempo, antes de casi todo, pero parece que los hombres se empeñan en invertir el orden de su idea: construyamos una identidad, se dicen primero, y para ello se ponen manos a la obra y tratan de construir su pequeña, esforzada épica. Y los héroes, esa cosa tan de preescolar en el gran colegio tozudo de la humanidad –tozudo porque se empeñan ya no en repetir los cursos, sino en bajar una y otra vez de ellos, hasta los primeros niveles-, se repiten: "Esta es mi épica, este es mi paraíso y mi infierno".
La épica, decíamos, construye muros con sus largas, inacabables tiradas de versos. La clásica del lado de la vida, para defenderla de los enemigos, en la guerra, y regresar después a casa; y afirmar la casa y construir en ella una identidad. Con Dante, en los albores de la edad Moderna, ya para separar la vida, ese infierno constante, del cielo que Beatrice mereció y él, Dante, parecía seguro de merecer al final de su vida –nosotros, sus lectores, así se lo deseamos al pobre-. Y, finalmente con Milton, en los comienzos de la edad Contemporánea, y confirmando un interés prioritario por parte de los lectores en la obra de Dante, para terminar de concluir la laboriosa reclusión del hombre que él mismo ha ido construyendo ladrillo a ladrillo, generación tras generación, en el infierno.