La escena

Publicado el 21 mayo 2011 por Zeuxis


Después de que muriese nuestro líder, (su muerte aunque injusta, no merece mi recuerdo) fui exiliado con los pocos que alcanzamos a sobrevivir de la Carnicería de Illinois hacia las tierras del Gran Lago Salado. Allí pronto olvide las grandes palabras de mi religión; “la Iglesia de Jesucristo de los últimos días” se diluyó en el olvido así como las mujeres que desearon con júbilo mi cuerpo huyeron detrás de nuevas experiencias. Los primeros años fueron agotadores; aquella tierra semidesértica, estéril, lubricada por un sol incesante me llevó a meditar en varias ocasiones acerca de mi destino.

Ya no pertenecía a la religión, ya el libro del Mormón y de su hijo no me asediaban; los hombres y las mujeres olvidaron pronto mi nombre. Sólo el lago me consintió sus misterios endulzándome el espíritu con nuevas razones.

Por estas fechas en que Tyler descomponía su orgullo y empobrecido poder militar en vanas copas y bailes; en las encumbradas costas del lago empecé a construir mi hogar. Nunca abandoné la idea de querer hacer lo que tanto había soñado, la religión aunque pobre, no satisfizo mis deseos y desterrado por la cólera de hombres recordé que mi deber era sobrevivir. Las mañanas eran gélidas, traían consigo desaliento y panoramas fúnebres; pero el día, caballo loco, erizaba sus crines creando paisajes fantasmagóricos cargados de inanición, de infierno y abandono.

Fueron tres los esclavos que me otorgara Young. Dos murieron esperando redenciones y paraísos falsos de la Biblia que ya me era simple y vulgar. El otro sin embargo alimentó en las noches una esperanza de libertad. No procuré desanimarlo, no intenté advertirlo de su error. Todos somos esclavos de nuestro pasado. No deseaba que el esclavo al enterarse de que somos esclavos energúmenos de nuestra razón, en su dolor por hallarse traicionado se diera muerte retirándose hacia el mundo que ahora habitaban sus compañeros. Por tal razón olvidamos nuestros rangos, nuestras razas e internándonos en el oficio de mantenernos vivos construimos nuestro paraíso, trabajando y delegando a las noches el sabor de lecturas de muchos de los libros que en mi juventud había obtenido gracias a mi antigua profesión de saqueador de pueblos. Aquellas visiones me acompañaban en las noches, eran parte de una vida rebelde y altanera que había creído en la conquista como único recurso del poder. El mundo de las invasiones en aquel entonces era quizá la obra más noble de que fuera participe el hombre de tan malvadas tierras. Debido a que el odio de los hombres se mantenía oculto más allá de las tintas y el papel llegaron guerras y los tratados inútiles corrompiéndolo todo. A esos años prosiguieron las demandas religiosas. El sabor de un cielo cercano me hizo dudar y creer, había matado, había pecado sin remedio, sabía de mi castigo eterno, aún así procuré la esperanza de una salvación. Hoy camino entre las sombras acompañado por la voz fiel de mi esclavo, la casa y su silencio fueron suficientes para que decidiéramos quedarnos, nunca dialogamos de nuestros pensamientos, tampoco nos rechazamos o nos juzgamos, cada decisión era necesaria y justa, no obstante mi perdida de la visión no produjo ninguna sorpresa.

Leer le fue fácil, más no así ignoré enseñarle el arte de la escritura. Cada noche escogíamos un libro; la forma aunque sencilla siempre me producía cierto estupor místico, mientras las palabras tomaban vida en los labios del esclavo yo me refugiaba en un nido de colores falsos donde el rojo y el amarillos me eran negados.

El vicio de la lectura nos acogió en su lecho, mi acompañante solía repetir durante las largas jornadas de pesca recuerdos de cuentos y novelas que confundía con su realidad. Se dejaba invadir de ese gozo hedónico y era feliz. A veces era él quien me hostigaba y acosaba a que me rindiera en mi cama para dar comienzo a la aventura de los libros, la pasión por escuchar su propia voz había logrado embriagarlo de placer, quizá esa fue la forma más justa de retenerlo a mi lado, tan sólo le di la lectura y él se la ató a su noble corazón de esclavo.

Una noche Polk olfateó en el ambiente cierta pesadumbre, como cierto color angustioso y fétido. Aquel día no sostuvimos diálogo alguno, nuestra unión fue suscitada bajo el influjo de la rutina y el escape; la noche montada en su yegua pálida llegó acosada por un montón de potrillos titilantes. El libro era un talismán en las manos del esclavo, sentado, a un lado de mi regazo, escuchando la tibia voz, arrebatado del placer que siempre le había inspirado la llama del candil, obraba con la paciencia y lentitud de los hombres serenos y modestos, no lo veía, como nunca vi su rostro envejeciéndose a mi lado, como nunca percibí el color profundo que según Polk tenía en las noches el lago. Yo lo sé, sólo yo sé que hay causas secretas en el gran mecanismo de la existencia. mis razones fueron subrayadas por la voluntad y el albedrío, por la libertad de realizar el acto de sentirme Edipo, los efectos aunque irónicos y paradójicos se tiñeron años después de letras y tonos nocturnos, pero entonces sobrevino lo inesperado.

De pronto el tono oral de Polk se agravó, la lectura era temblorosa, lentamente la alegoría nacía en sus labios, fue sólo entonces cuando sentí la quietud de la escena, alcé mis ojos en vilo hacia lo alto del cielorraso inexistente; sé que allí estaba, quizá mi esclavo no lo sabía y lo sabría nunca, pero para mi era un acto que iba más allá de la fe, del coraje o de la muerte; en ese preciso instante en que Polk leía la historia yo me hallaba, me sabía protagonista de esa historia, me sabía leído por alguien que inútilmente intentaba imaginar.

Sobre la vasta calumnia del universo, un hombre - ¡Yo! – creía existir de verdad. Gracias al poder divino de la causalidad podía reconocerme como fantasía de la mente de alguien que no podía considerar el fenómeno de que yo supiera, que en ese mismo instante en que él me leía, estaba llegando al final de la historia y que inmisericordemente al llegar al punto final mi rostro seguiría siendo para él un misterio.