Revista Diario

La estación del ferrocarril

Publicado el 13 septiembre 2011 por Blopas

Cuando las llagas de mis manos sangran demasiado, entonces me detengo por un instante. Ahora mismo estoy sentado sobre un impresionante resto de mampostería, con la pala aprisionada entre mis brazos y mis rodillas. Creo que sería mejor poder trabajar sin parar porque sólo así llego a evitar el recuerdo de los aviones sobrevolando esta estación de ferrocarril, dejando caer las bombas. De esta manera se formaron las descomunales montañas de escombros que me circundan y que me tapan la visión del horizonte. Son varias veces más elevadas que lo que era la altura general de los techos; sus formas todavía son caprichosas, y sus cumbres, filosas. Yo me acuerdo bien del paisaje que ahora está enterrado. Un extenso jardín adornado con locomotoras y vagones en desuso. El público podía visitarlo todos los días, ya que estaba siempre abierto. He trabajado aquí toda mi vida, soy el dueño de las puertas que ya no existen. Poseo todas las llaves que controlan las entradas y salidas de la estación (ahora inútiles).

Entre palada y palada a veces me pregunto por qué sigo en la estación, pero no sé si afuera estaría mejor porque probablemente debe de haber tantos escombros y tantas otras montañas que terminaría trabajando el doble y la paga sería cada vez más exigua. Por otra parte, aún sigo obligado con el jefe, ya que él se ocupó de mí después del desastre, me asignó este trabajo.

– ¿Cree que usted solo podrá con todo esto?

– Sí, señor.

– La ciudad le estará agradecida. La semana entrante debe­ríamos restablecer el servicio de trenes, aunque más no sea precariamente. Aún no sabemos si el resto del país también está bajo el cemento y derrumbado, pero ¿qué piensa que dirían de nosotros si los trenes empezasen a marchar y tanto usted como yo estuviéramos llorando sobre las vías obstruídas?

– No lo sé, señor.

– Bien, aquí tiene una pala. Puede comenzar cuando quiera.

– Señor…

– ¿Sí?

– Querría trabajar con guantes; mis manos… por la pala.

– No tenemos guantes en este lugar, pero si lo desea yo podría ir hasta mi casa a buscar un par. Queda sólo a unas cuadras de aquí, mas no le garantizo que allí los encuentre y, de todas formas, si así ocurriera, aún debería llegar hasta la estación nuevamente, entre todos los escombros, las ratas y los saqueadores.

– Hágalo, por favor.

– Bien.

– Gracias.

Hace dos días que llueve en forma intermitente, y es por eso que en toda la extensión que mi pala dejó libre de los restos del destrozo ha comenzado a ascender el nivel del agua. “Si tan sólo pudiera encontrar la alcantarilla para destaparla, tal vez evitaría mojarme tanto los pies”, pensé. Ayer vi a un grupo de personas que buscaban la misma alcantarilla, pero no creí que la pudieran encontrar porque toda la estación mantiene un desnivel hacia el extremo en donde yo trabajo. Aquí, precisamente, es donde se acumula más el agua, y es a causa de ese maldito resumidero. No puedo encontrarlo. Hoy aquellos hombres no están, y me tienta ir a excavar allá.

Sé que cada palada que remuevo me acerca un poco más al exterior, pero, en el fondo, mi conciencia siente que esto es solamente un corrimiento de las montañas de escombros. A menudo tengo la impresión de que no estoy tan solo; cuando clavo con horizontal firmeza la pala, oigo llegar voces desde algún lugar más allá de los rieles; cuando me detengo para escuchar mejor, callan, y comienza a escucharse el ruido conocido a fricción entre cascotes y herramientas. Tal vez ellos corran sus ruinas hacia aquí, la estación.

Todavía no me acostumbré al agua, a la mojadura, a no encontrar el tan ansiado desagote. Mojo las llagas en la laguna, pero no es tanta la sangre ni el dolor porque cada vez trabajo menos. Los guantes no han llegado, pero estoy seguro de que el jefe me los traerá pronto. De todas maneras, la laguna está menos profunda (acaso esté lloviendo poco). Si me quedo en este alto puede ocurrir que no me levante más, pero hoy ya no sé qué es mejor. Arriba o abajo, cualquier camino lleva hacia la libertad.

 

Este cuento, basado sobre una historia original de H. Feather y F. Teller, fue leído el sábado 10 de septiembre durante la Fiesta Psicofango, en el Espacio Cultural La Bicicleta.


Volver a la Portada de Logo Paperblog