¿Quién no ha fantaseado alguna vez con asistir a su propio entierro? Mirar a los ojos a esos allegados que lloran (algunos) al difunto. A ese amigo al que no veías hace años, a esa antigua novia. A los últimos o más actuales. Lo escribo y casi me da la risa. Es inevitable aunque no sea más que una paja mental como es. Mi propio funeral. Mi final. Después de tanta variación, tanta duda y cambio de rumbo anacrónico. De tanto errado y de tanto. Y qué poco parece todo ahora, joder. Qué poco el tiempo vivido y cuánto la eternidad. Qué simpleza, pero también qué broma tan bien hecha y tan eterna -infinita dijo Foster Wallace-. Él no la asumió o tal vez la entendió demasiado bien, vete tú a saber. Es la diferencia entre cerrar los ojos y echar la vista atrás. De críos recorríamos las callejuelas del barrio bajo jugando a buenos y malos. Unos pillaban y otros se escondían. A mí siempre me gustaba huir, enajenarme. Desaparecer tal vez unos momentos aunque fuera trampa. Yo no quería pillar a nadie. Aún puedo sentir mi respiración, mi corazón saliéndose del pecho, puesto de puntillas tras una persiana o con la espalda y las palmas de las manos pegadas a una pared en cualquier esquina, con la noche de Enero a punto de echarse. Y hace frío hoy también al comprobar que vivir no es otra cosa que seguir jugando a esta eterna huida.