Revista Literatura

¿La extraña familia?

Publicado el 09 abril 2012 por Gasolinero

Las mañanas de la feria son ciertamente luminosas, pero menos que la del domingo de resurrección. La luz de domingo, según dice don José Luis Garci —barbado señor que se dedica a filmar películas de cinematógrafo—, es más luminosa que la de los otros seis días de la semana. La de hoy es incomparablemente más brillante, dónde va a parar; Nuestro Señor Jesucristo vuelve de entre los muertos resplandeciente. Es la coraza que nos libra de todo mal y nos redime del pecado.

La luz de la feria, seguramente por su cercanía a la vendimia, parece pasada por un filtro que la matiza, como en las películas de los ochenta. Aquella feria que digo —o que voy a decir—, me permitió durante siete días, catorce veces, entrar en una casa ciertamente particular; tenían las obras completas de Jardiel Poncela en volúmenes púrpura: Eloísa está debajo de un almendro, Angelina o el honor de un brigadier, Amor se escribe sin hache, El baile, etcétera.

¿La extraña familia?El padre era un hombre alto y tranquilo, como un santo bíblico que aguantaba sin rechistar lo que el cielo le mandaba. Era catador de vino, siempre sonriente, cuando el caldo era solamente el fruto de la vid y del trabajo del hombre y no una serie encadenada de olores y sabores altisonantes e irreales. Una vez que lo entrevistaron por televisión cuando ganó un concurso de cata, se la quisieron dar con queso, o mejor dicho, con vinagre y el hombre descubrió el truco.

La madre fue la posterior transustanciación  de la Teresa del «Auto de Fe» de Canetti. Se deslizaba en lugar de andar, siempre con moño y mirada torva y huidiza. Hablaba con ese tono de voz susurrado propio de las malas personas. Nombraba a dios con insistencia, echándole en cara lo que le había mandado y mirando hacia arriba con las manos abiertas y gesto amenazador, sin abandonar el susurro. Una vez le metió a su hijo Quico, el infeliz, la cabeza en la estufa para acabar con el pobrecillo, pero acudieron los vecinos a las voces de la criatura y lo pudieron salvar.

Quico, el pobre, estuvo en Cuenca haciendo carpetas, de esas de cartón azul y gomas en las que llevan las mujeres viejas el historial médico y las novias guardan las cartas de la mili de su amor. Hace unos años regresó al pueblo.  Cuando me veía por la calle me pedía un cigarro o un euro. Desde que sabe que ni fumo, ni tengo dinero, no se me acerca.

También había una hermana, la mayor, que casó con el guaperas de entonces, después de tener muchos pretendientes y novios. «Toda la vida andaré, éste quiero, éste no quiero y luego iré a caer de cabeza en un cenaguero.» Era cantaor de flamenco y le daba muy mala vida. Le cortaron el cuello con una botella rota y le quedó para siempre la cicatriz un poco más arriba de la nuez. Ponía a la chica de vuelta y media donde le pillase, insistiendo en llamarla tonta a grandes y alargadas voces, como si ensayase una solea. En los bares tomaba una actitud de distancia al mundo y de arrobamiento propio del Camarón. El tipo murió liberando a todos, especialmente a su mujer, de su amargo cáliz.  Los caminos del Señor son inescrutables.

Los otros dos hermanos, mi entonces amigo y el más pequeño, parecían normales. Pero nunca se sabe: todos tenemos pasado y zonas oscuras.

http://www.youtube.com/watch?v=IUavmFj_FkQ


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