Cuando las risas se helaron, comenzaron los ardores y empecé a usar en demasía mi recién descubierta facilidad para defraudar la confianza. La multinacional petrolera que me pagaba el jornal, decidió prescindir de mis servicios. Por una de esas piruetas del destino, a las pocas semanas empecé a trabajar en otra gasolinera. Estaba en un pueblo cercano, en una carretera nacional y era propiedad de dos viejos y jubilados doctores, que me contrataron para gestionarla y que considero, especialmente para tu esparcimiento y regocijo piadoso lector, que merecen ser descritos.
El primero era alto, tenía el pelo de un negro irreal, zaino y químico. Usaba gafas con los cristales ahumados para disimular las manchas en las cuencas de los ojos. Siempre vestía vaqueros y camisetas con cuellos, calzaba zapatillas de deporte marrones, cuando hacía frío se cubría con una cazadora a la que subía las mangas, doblándolas como las de una camisa. Conducía un Mercedes y tenía un teléfono móvil. Era cazador, no de chicha y nabo: de los que cazaban en la sabanas africanas. Hablaba escasamente, pero con el imperativo acento de la Tierra de Campos. Había sido director de un importante hospital universitario, era considerado una eminencia de la ginecología, antes de eso, fue médico de la ONU, realizando campañas sanitarias y de vacunación, fundamentalmente en Libia. El socio afirmaba que era espía, nunca lo pude comprobar. Viajaba regularmente a Bruselas ya que era miembro de un lobby sanitario. Era soltero y más agarrado que un chotis.
Era la negra época de las terribles masacres de Ruanda, cuando el mundo entero dejamos que se matasen millones de personas a machetazos. El doctor lo explicaba como algo innato en esa gente, afirmaba que los africanos no son como nosotros, a pesar de la noble y científica profesión que había ejercido, incidiendo en que el mal estaba implantado genéticamente en el cerebro de los nativos de ese continente. Contaba que cuando fue médico de la ONU en Libia, al iniciar las campañas sanitarias, siempre le ponían un ayudante oriundo y que era, decía, estrictamente necesario para su propia seguridad y la de la misión, que brease al libio la primera noche con un vergajo de esos de tripa de toro, que llevaba siempre consigo. A partir de ahí, todo iba como la seda, afirmaba sin ningún asomo de remordimiento. Ante mi cara de sorpresa y las imprecaciones que le hacía a cuenta de los derechos del hombre y la dignidad humana, seguía relatando acontecimientos para demostrarme empíricamente y a la vez convencerme, de la calaña de los habitantes del continente negro.
Refería su época de cazador blanco, corazón negro y contaba que los organizadores de los safaris les advertían que nunca detuviesen el Land Rover en la carretera, pasase lo que pasase. Un francés, compañero de expedición y también médico, atropelló a un hombre que llevaba un burro del ronzal, matando al animal y dejando malherido al nativo, a pesar de la insistencia de los ayudantes, el galo consideró su obligación detener el coche y socorrer al hombre. Cuando lo estaba haciendo y con el último aliento, el agonizante blandió el machete y decapitó al docteur. También contaba que había una vieja vendiendo cebada de mijo en el mercado de Daar es Salam, a tanto el vaso y los bebedores depositaban el óbolo en un plato. Un jovenzuelo echó mano de la monedas y salió corriendo, la vieja comenzó a gritar y el gentío inició la persecución del zagal, cuando el doctor y su acompañante tanzano llegaron al lugar donde lo capturaron, había un el suelo un amasijo de restos humanos y tierra. Justicia africana, afirmo el acompañante.
Convendrás conmigo, gentil lector, en que el mal está donde menos te lo esperas, incluso en un, aparentemente, agradable anciano.
El otro socio era manchego y calvo, con una gran cabeza, llevaba siempre apósitos en la punta de los dedos, debido a las necrosis que le habían producido décadas de radiografías sin ningún tipo de protección. Tenia la mirada torva y al contrario que el socio, hablaba en exceso y casi siempre inconveniencias, sofismas y maledicencias. Había sido alcalde franquista de su pueblo e hijo del primer alcalde de ese régimen que tuvo la población. Vestía con camisas verdes parecidas a las de los exploradores o cazadores. Iba siempre con un periódico, que le servía como bloc de notas. Sus sirvientes le llamaban «cabeza de martillo», tenía una casa en la plaza del pueblo, una finca en el monte y una cuenta en números rojos. También tenía moradas en Ceuta y Alicante, se consideraba un arabista, pues en verano vestía una túnica moruna para andar fresquito por la casa. Cuando iba a Ceuta, contaba entornando los ojos, le gustaba cruzar a Tetuán y en la medina, tirarles monedas a los harapientos. Le servía un indigno mamporrero, que le hacía el trabajo sucio y velaba por su bienestar y comodidad.
Tenía como arrendatario a uno de los primeros colombianos que se vieron por La Mancha y que se llamaba como el centurión del «Señor no soy digno de que entres en mi casa…». Andaban siempre a vueltas con el pago del arriendo y el de la luz, el suramericano siempre se retrasaba, pero finalmente pagaba. Un mes a «cabeza de martillo» se le acabó la paciencia y antes de que el colombiano pagase la luz, mandó al mamporrero a que la cortase, cosa que hizo con el servilismo y la inmediatez propios de su género.
Aquel día tuve que ir a que me firmase unos documentos, estando en la calle con el doctor y su sombra, llegó el inquilino a pedirle explicaciones.
—Don ….. ¿Por qué me ha cortado la luz? —dijo con tono suave y sumiso.
—Porque estoy hasta las narices de tus retrasos. —afirmo el dueño con mal tono.
—Mire doctorcito, que tengo cosas que se estropean. —en tono de advertencia.
—¡Te fastidias! Paga antes si quieres tener luz. —dijo el médico, ya a voces.
El colombiano se queda parado unos segundos sin saber que decir y suelta:
—¡Usted es un viejo maricón y un «hijo e puta»!
Nada más acabar la frase, el mamporrero se abalanzó sobre él y el vejo salió corriendo al interior de la casa. Al momento, ya con los otros dos zurrándose la badana y yo como testigo, apareció por la puerta el doctor empuñando un enorme y oxidado revolver. Apuntando al colombiano, le instaba a que retirase lo que había dicho. Eché mano al arma, arrebatándosela y arrojándola a la parte de atrás de mi coche. Acabamos todos en el cuartelillo, el viejo acusando al colombiano de tráfico de esmeraldas, el mamporrero refirmando todas las palabras de su amo y servidor sufriendo una grave e inexplicable crisis de memoria, debida sin duda al shock postraumático.
Ciertamente los dos doctores eran una extraña pareja.