Los indolentes llegaron a la Tierra hace millones de años. Ellos son nuestros creadores. Nos enseñaron cuanto conocían y aprendimos. Descubrieron que el ser humano es una especie imperfecta y limitada.
Desde entonces permanecen con nosotros y nos acompañan.
Hoy recibo el abrazo de un indolente mientras el corazón late en un trombo. La sensación es extraña pero verdadera, admiro la indolencia como deseo la dulzura de un abrazo.
El mundo nos engaña, la verdad nos acoge, la realidad se sincera en cada movimiento. Llega la primavera y con ella la esencia. Junto a Saúl pervive la presencia del indolente número trece. Somos la fallida indolencia, lo que podría haber sido de Eliot, lo que fue de Leopardi, lo que será de Sócrates. Pero ni seremos nada ni hemos sido nunca.
Vierto ese poco de whisky, que siempre va conmigo, en el vaso pequeño con hielo y fantasía. Sonrío.
María se sube a la bicicleta blanca y los árboles desatan la sombra como furia.
Amo la indolencia, la admiro y la respeto. Ellos vigilan, cuidan los pasos y los movimientos, representan el acto personal y el imperfecto.
Ya sobran los cojines, el sillón, el cuadro de las palomas, el cenicero de agua, el espejo que tiene el marco verde. Acaricio un sucio cabello que deja de sentir.
Las sombras han comenzado a ser un simple reflejo de la melancolía. Dormimos al abrigo. Pero tengo frío, mucho frío. Los hombres en la noche encontraron la luz.