Revista Literatura

La fe (circunloquio)

Publicado el 08 octubre 2011 por Gasolinero

A pesar de la impostura siempre he tenido fe en mi capacidad de solucionar las cosas, de otra forma no esperaría hasta el último momento para intentar relatar algo sobre esa virtud descrita en la novena palabra de esta vacua y larga frase. Acepté sin más cuando me propusieron escribir sobre la fe. Durante los días previos he buscado en mi interior (no mucho, ciertamente) algún episodio susceptible de ser relatado. Hasta ahora, las once de la mañana del ocho de octubre, no he encontrado ninguno; tampoco me siento capaz para la invención, que alguna vez te he deslizado subrepticiamente, fiel lector, Intento ganar tiempo y que la inspiración llegue pulsando las teclas del ordenador; que con ese ruido —o sonido, tal vez— Calíope se despierte de una vez y acuda a mi angustiada llamada. Nunca he perdido la fe en las musas.

Mi madre definía la fe como creer y no ver; confiaba en todo el mundo. Esa cualidad (o como tal la creo) me fue transmitida genéticamente y, aunque este mal que uno lo diga, tengo absoluta confianza en el género humano. Sé que puede parecer excesivo, pero sólo tras el vigesimoséptimo tropezón me empiezo a llamar a andana. Creo en la bondad de las personas y a pesar de estar alcanzando una provecta edad, me la siguen dando con queso. La gente es buena por naturaleza ¿acaso no lo ves, desconfiado lector? El que hace malos hechos debe ser por algo. A pesar de ser un descreído, uno admira a los creyentes, ese creer y no ver que decía mi madre. Mi fe en las musas ya ha logrado dos párrafos.

En el tercero te voy a decir que hubo una época en mi vida en la que perdí la fe en mi mismo, un largo periodo autodestructivo marcada por el alcohol. La imagen que tengo y recuerdo de esa época es de arena escapándose por entre los dedos de unas manos reacias a cerrarse. Sintiendo como cada grano era un pedazo de vida que se escapaba. A pesar de ser consciente de ello, lo veía como un espectáculo, como esos planos cenitales de las películas en las que parece que el espectador tenga el punto de vista de Dios. A veces incluso, resultaba entretenido contemplar la propia autodestrucción en ese regodeante patetismo, ese halo funesto, a lo mejor romántico. Sentir que todo se escapa y no hacer nada por evitarlo. Perder la fe en uno mismo es perderlo todo; recuperarla es volver a la vida. Afortunadamente ese tiempo lejano ya pasó y su recuerdo me sirve para relatarlo.

Roberto Bolaño decidió vivir en España; solo, sin papeles ni dinero. Trabajó de lavaplatos, camarero, vigilante vendimiador, basurero, estibador, lo que fuese. De vez en cuando ganaba algún certamen literario. Casó con Carolina López, tuvieron dos hijos. Publicó dos novelas sin mucho éxito, con una de ellas ganó un premio. Se fueron a vivir a Blanes. Ella trabaja y él escribía. Componía en un pequeño estudio apenas a cincuenta metros de su casa, siguiendo algunos rituales imprescindibles: música de rock de la década de 1970, una infusión de manzanilla con miel y tabaco, muchísimos cigarrillos. Escribía tres folios al día; si las cosas iban bien, hasta diez. Cuidaba mucho de la estructura de sus libros y reescribía mucho. Tenía fe en su trabajo.

Le diagnosticaron una enfermedad hepática, a partir de ese momento se dedicó con mayor ahínco a la escritura, pretendía dejar un legado literario de importancia. En 1998 publicó «Los detectives salvajes» y alcanzó la fama. Consciente de su destino, decidió consagrar lo que le quedaba de vida a la que debía se su obra cumbre: 2666. Falleció en 2003, dejó instrucciones al editor de como debía publicar la novela para que con los beneficios pudiese vivir su familia para toda la vida.

La fe mueve montañas.

www.youtube.com/watch?v=SQT8_POKeso


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