No hay actividad en la que el niño no manifieste su evidente superdotación, una vez se aplica a ella. Han sido hasta ahora disciplinas intelectuales, más que físicas, y a los padres solo les gustaría ver a su hijo salir un poco más a la calle, divertirse sin la ayuda de todos aquellos mamotretos inextricables para ellos y, en fin, que jugara como lo hace el resto de los niños. Así que, un buen día, le regalan una cometa. El niño asiste, con una incredulidad bastante poco propia de su edad, a la explicación de que tal artilugio vuela, de forma que sus padres terminan por conminarle a que, sencillamente, salga al jardín y la pruebe.
En efecto, una vez fuera, el niño corre y comprueba cómo el cordel se tensa: la cometa inicia el vuelo. Entusiasmado tras verla alcanzar gran altura, recoge la cuerda, la desanuda del extremo inferior del juguete y decide hacer volar un objeto más grande y espectacular. Anuda la cuerda a una esquina de la casa y corre, corre jardín abajo hasta que, por fin, la casa y sus cimientos abandonan con estruendo la tierra y se lanzan a volar, cada vez más alto. Los padres se asoman con miedo a una de sus ventanas, con vértigo y con miedo; tanto que acaban por precipitarse al vacío.
Porque toda madre conoce mejor y de forma más instintiva al fruto de sus entrañas, es la madre quien comprende, justo antes de quedar maltrecha de muerte contra el suelo, que no era incredulidad aquello que su hijo había demostrado ante el juguete, hacía un rato, sino una razonable prudencia a la hora de depositar su fe en un prodigio manifiesto. El niño, por su parte, mira con consternación lo que queda de sus caras, la incredulidad que aún puede leerse en ellas. Y lamenta tanto la muerte de sus padres, que va a darse enseguida, como la falta de fe que demuestran, la que a él reprocharan y que ahora les condena.
(Fotografía de Laurent Chehere)