El mar, magnífico, plano como un plato, con olas fuera del arrecife de apenas tres o cuatro pies, estaba perfecto para navegar, y el cielo, seminublado, nos daba descanso del sol acuciante con que cada día se castiga esta tierra, así que en apenas un cuarto de hora subimos todo lo necesario al barco, bebidas, refrescos, agua, cervezas y vino, pan, embutidos, nachos, salsa de tomate, y cosas otras de barcos que quizá no fueran tan necesarias, como sogas y similares.
Una de las cosas que más ilusión me hacía antes de embarcar, además de la propia travesía, era compartir de nuevo unas horas con Enzo, nuestro capitán, un tipo extraordinario. Enzo, de edad indefinida (no sé si tiene ciento cincuenta años, cincuenta o setenta), es un niño pequeño, un híbrido entre Peter Pan y Anne Bonny, preñado con el entusiasmo de Marco Polo y la responsabilidad (en tierra) de Charlie Sheen. Un personaje del que me siento feliz de conocer.
Llegamos en la tarde, entramos por el canal que dejan los cayos contra la costa y bordeamos el Cayo Levantado hasta la bahía de Samaná, una de las diez bahías más hermosas del mundo, dicen…
¡Grazie mile, Capitano!