La felicidad del pirata

Publicado el 06 junio 2015 por Jordi_diez @iamxa

Habíamos quedado a las ocho de la mañana en la playa de Bibijagua, una de las pocas playas públicas que quedan en la zona turística de Bávaro, y desde donde llevaríamos un catamarán hasta la zona norte del país, hasta la hermosa bahía de Samaná. El catamarán, de 42 pies de eslora (unos 14 metros), necesitaba algunas reparaciones menores que se corregirían en el astillero que dispone la empresa en Samaná, a unas sesenta y cinco millas marinas, apenas unos 120 kilómetros, y que calculamos que haríamos en unas seis horas de travesía.
El mar, magnífico, plano como un plato, con olas fuera del arrecife de apenas tres o cuatro pies, estaba perfecto para navegar, y el cielo, seminublado, nos daba descanso del sol acuciante con que cada día se castiga esta tierra, así que en apenas un cuarto de hora subimos todo lo necesario al barco, bebidas, refrescos, agua, cervezas y vino, pan, embutidos, nachos, salsa de tomate, y cosas otras de barcos que quizá no fueran tan necesarias, como sogas y similares.
El primer tramo consistió en sacar el barco de la barrera de arrecife que protege la costa recorriendo una buena parte de las playas de la zona de Bávaro, preciosas, majestuosas, saturadas, prostituidas, casi desaparecidas, explotadas y violadas por los mismos que pagan mi sueldo mes tras mes y que las llenan (llenamos) de turistas procedentes de todo el mundo en una orgía de lenguas, nacionalidades, colores de pelo, de piel, de ojos, acentos y costumbres que se unen bajo una única bandera: sol, cerveza, relax y sexo. Si lo pienso, realmente es bastante triste que un lugar con una riqueza cultural y natural tan amplia se simplifique en estas cuatro cosas a las que quizá deberíamos añadir la música, pero la verdad es que para un catalán que ha visto desde su nacimiento sombreros mexicanos, toros y flamencas inundando las tiendas de souvenirs de Barcelona, pues no se me hace tan extraño…
Decía que el primer tramo consistió en bordear la costa de Bávaro hasta abandonar el arrecife, más o menos a la altura de Macao, y adentrarnos en mar abierto sin perder jamás de vista la costa, ni la cobertura del teléfono móvil, lo que si bien le resta algo de emoción al viaje, garantiza que podamos subir las fotos al FB o Instagram.  
Una de las cosas que más ilusión me hacía antes de embarcar, además de la propia travesía, era compartir de nuevo unas horas con Enzo, nuestro capitán, un tipo extraordinario. Enzo, de edad indefinida (no sé si tiene ciento cincuenta años, cincuenta o setenta), es un niño pequeño, un híbrido entre Peter Pan y Anne Bonny, preñado con el entusiasmo de Marco Polo y la responsabilidad (en tierra) de Charlie Sheen. Un personaje del que me siento feliz de conocer. 
Apenas llegando a la altura de Nisibón le pedí que me dejara pilotar el catamarán, y Enzo, tras las burlas básicas al grumete, me entregó el timón. Siéntelo, siente como vive en tus manos, me decía, siente como has de dominar el barco antes de que comience a virar, y yo, torpe como un armadillo armando el cubo de Rubik, me esforzaba por sentirlo. No era la primera vez que pilotaba un barco, ni siquiera un catamarán de esas dimensiones, pero sí era la primera vez que lo hacía junto a Enzo, junto a una persona que se vio atrapada con su velero en el canal de Suez en plena guerra de los seis días, arropado por las bombas que volaban desde ambas orillas y que pasaban por encima de las muchas embarcaciones que esperaban para cruzar al otro lado. Iba a Madagascar, “solo a ver Madagascar”, quizá el mejor motivo del mundo para moverse, pero allí, sentado en la cubierta de su velero, mientras observaba las trazadoras de las baterías egipcias, decidió dar media vuelta, regresar al Mediterráneo y marchar a Brasil a tiempo de llegar a los carnavales. 
Enzo se puso a mi lado justo cuando comenzó a soplar una ligera brisa sureste-oeste que levantó en el mar unas pequeñas holas de seis o siete pies, entonces se puso como un loco, como un niño al que le regalan una pelota, como Messi cuando recibe una asistencia de Xavi que lo deja en franca ventaja, como un escultor ante una veta perfecta, ¡surfea las olas!, me repetía, ¡siente como entran por la popa y te llevan a babor, siente como ganamos dos nudos al caer!, y yo, que me entraba la ola por detrás y me movía todo el catamarán, ni sentía que ganábamos velocidad, ni nada más que el barco se mecía al ritmo de las olas como en cualquier otro momento de la travesía. Aguanté un rato más al timón y se lo devolví, y ay, amigo, ¡cómo se puso Enzo! Agarró la circunferencia metálica radiada y comenzó a levantar el catamarán y a dejarlo surfear sobre las olas como si fuéramos una tabla en una playa de Hawái o de Cabarete, levantaba la popa a las olas que lamían los maranes hasta que la espuma se deshacía en la parte delantera del barco mientras Enzo gritaba y me guiñaba un ojo cómplice, vivo, ardiente y virgen como el de un niño.
Fueron unas horas maravillosas en las que ni siquiera su cuerpo arrugado y envejecido pudo contener al niño que llevaba dentro, al explorador, al astronauta, al navegante, al aventurero con un cuchillo atado a la cintura y cicatrices suficientes como para competir con las arrugas que lo visten. Me sentí feliz y miserable al mismo tiempo, abrumado por la felicidad ajena, estúpido al comprender, una vez más, que esos momentos de felicidad sólo dependen de nosotros, de nuestra capacidad de asombrarnos, de disfrutar las sensaciones más sencillas y que es nuestra obligación cazarlos en el tiempo por todo el planeta. Leía ayer en el blog de una amiga que el amor no existe, sino solo las pruebas de amor, y creo que lo mismo hemos de aplicar a la felicidad. La felicidad no existe, solo los momentos de felicidad. 
Llegamos en la tarde, entramos por el canal que dejan los cayos contra la costa y bordeamos el Cayo Levantado hasta la bahía de Samaná, una de las diez bahías más hermosas del mundo, dicen…


¡Grazie mile, Capitano!