La flor

Publicado el 30 julio 2013 por Ricardo Zamorano Valverde @Rizaval

Cuando llaman a Óscar Casas del hospital para informarle de que al día siguiente darán el alta a su abuelo enfermo de los pulmones, este comienza a limpiar los hierbajos del lugar más apreciado de su abuelo: la Parcela.Sin embargo, en medio de todo aquel terreno salvaje, Óscar encuentra una rosa roja... una flor que esconde un gran secreto e importancia para su abuelo.



          Óscar Casas se despertó temprano, como siempre, y ni siquiera miró el reloj con forma de rueda de coche de encima de su mesilla, el cual se encontraba junto a una botella de agua llena (lo que indicaba que había dormido de un tirón) y la lamparilla de noche, de cuerpo redondo y protector similar a un sombrero chino. Óscar no necesitaba revisar la hora cada vez que se levantaba, de hecho, tenía en ese lugar el reloj por la alarma, que tampoco la necesitaba, simplemente la conectaba porque no había nada malo en ser precavido. Él siempre abría los ojos quince minutos antes de la hora fijada, siempre; la razón que reforzó este hábito fue la costumbre, una costumbre que duraba ya un año, contando con todos los días, incluso los fines de semana. Pero la alarma… ¡oh, señor!, más le valía tenerla conectada, aunque estuviera seguro de que sería más rápido que ella, porque si se dormía (algo imposible) y no la tenía establecida, ya podía prepararse para recibir una ración gratis de capón y regañina. ¿El Chef encargado del menú?, su abuelo.   Así que se sentó en el borde del colchón, se tomó su tiempo para bostezar desfigurando su cara como el malo de Scream y estirarse. Después movió sin mirar en un gesto casi automático el interruptor de detrás del reloj de «ON» a «OFF» y subió la persiana.   No tuvo que cerrar los ojos conforme tiraba de la vieja cuerda —esa cotidiana acción se convertía en un infierno debido al mal estado de la antigua persiana de la casa de su abuelo— porque, aunque estaba amaneciendo, los primeros rayos matutinos de sol no habían despuntado aún. Y normal, eran las siete y media de una fresca mañana de verano, como pudo sentir en su piel tras abrir la ventana.   Hizo la cama sin mucho esmero, es decir, dobló el extremo de la sábana por encima de la colcha, doblado el extremo también, y colocó la almohada sobre estas, quedando por fuera.    Recorrió el pasillo hasta el baño pensando en Elena, una amiga que le gustaba mucho. Eso sucedía a menudo, cuando menos se lo esperaba. Más de una vez se había preguntado si estaría enamorado, aunque no sabía cómo se era consciente de ello.    Tras lavarse la cara, se echó café ya preparado en una taza estilo americana con mucha leche.   Le encantaban las tazas grandes como las que se ven en las películas y series americanas o inglesas, por eso las coleccionaba. No sabía por qué, pero le gustaban mucho, al igual que el idioma, el cual estudiaba en su propia casa desde internet cuando podía. Tenía tazas de todos los colores y con todos los estampados imaginables. Cada vez que iba con su madre a comprar al sitio que fuera, Óscar buscaba por todas las estanterías las tazas, y si veía alguna nueva, la cogía sin dudarlo; total, no eran muy caras, y su madre era una muy buena ingeniera técnica. Tan buena, que trabajaba en una empresa tan importante que no solo se encontraba en este país, sino también en Alemania y Suiza, siendo el primero en el que su madre llevaba trabajando desde hacía dos meses.    Durante esos dos meses, el chico había estado conviviendo a solas con su abuelo. Digo a solas porque Óscar Casas y su madre vivían con él. Y vivían con él porque el abuelo estaba gravemente enfermo de los pulmones y necesitaba bombonas de oxígeno para poder respirar, más o menos con normalidad, a través de unas vías nasales. No obstante, la enfermedad no había logrado acabar con su mala leche y su energía para preparar sus mejores platos gruñones… Hasta, eso sí, hacía una semana y media, cuando le dio un ataque de tos que a punto estuvo de acabar con el penoso funcionamiento de los pulmones y, por tanto, con su vida de setenta y nueve años de edad.    Todo ocurrió muy rápido. Óscar se dirigía a su cuarto para acostarse a las once de la noche después de haber ayudado al abuelo a tumbarse en la cama. Justo cuando alzaba la mano hacia el picaporte de la puerta de su habitación con el cartelito de «Llamar antes de entrar», escuchó la primera tos. Al principio no le dio importancia —una de las muchas toses sueltas que de vez en cuando tenía—, sin embargo, mientras giraba el chirriante picaporte, tres secas e intensas toses le sorprendieron, y esta vez sí le pusieron en alerta y le asustaron.   Deshizo el camino a todo correr envuelto por los secos espasmos como si fuera una macabra banda sonora… y se detuvo ante la puerta del final del pasillo (la habitación de su abuelo). Las toses habían cesado.    Un pensamiento espantoso cruzó por la mente de Óscar.   Dudó. «¿Qué hago? —pensó con la mano en el picaporte, más frio que nunca— ¿Entro o no entro?»   Estaba aún decidiendo qué hacer, cuando una mano blanca impulsada por una fuerza exterior, comenzó a girar el picaporte de la puerta. Era su mano, por supuesto, pero no la sentía como suya.   Poco a poco, lentamente, la rendija fue aumentando, y su corazón parecía imitarlo en cuanto a velocidad (al principio latía pesada y lentamente, luego cada vez más rápido); no así su respiración, la cual parecía haber muerto.   Pero antes de que llegara a ver a su abuelo tumbado en la cama    («sin vida»)   en un estado que no se atrevía ni a imaginar, las toses reanudaron su ataque, y por un momento, Óscar, a pesar de que eso tampoco presagiaba nada bueno, se sorprendió al sentirse un tanto aliviado.   Empujó la hoja de madera para terminarla de abrir de una vez por todas y corrió hacia la cama del anciano.   —¡Abuelo! —gritó asustado. La desgarradora tos casi apagaba su voz.   El hombre, con la frente y las mejillas completamente blancas, los ojos vidriosos y morados, farfulló algo entre los espasmos.   A Óscar no le hizo falta entenderlo, sabía perfectamente lo que quería decir.   Tiró del auricular del prehistórico teléfono con apariencia de mini dinosaurio disecado que había sobre la mesilla del hombre y giró frenéticamente la rueda de los números marcando el número de emergencia. Indicó el lugar a la voz femenina del otro lado de la línea intentando hacerse oír por encima de las toses, y en menos de una eterna media hora se encontraban allí.   Estuvieron atendiéndole durante un rato en la casa. Mientras, fuera de la habitación, una enfermera hablaba con Óscar sobre la enfermedad de su abuelo, la edad, su convivencia a solas, etcétera.   Finalmente consiguieron reprimir las toses, pero se lo llevaron al hospital, donde llamaron a la madre de Óscar, quien asustada, dijo que estaría allí lo antes posible, y que mientras tanto, el chico, aunque tuviera trece años, se encargaría de ir a visitarle todos los días.   Al día siguiente, se presentaron algunos de sus tíos, y se quedaron a comer después de salir del hospital y  prepararon la cena a Óscar. Este les dio las gracias y cuando se marcharon, les dijo que no se preocuparan, que él sabía cocinar huevos fritos, patatas y alguna otra cosa más como macarrones (siempre se le quedaban duros o se le deshacían). Y si no, siempre podía ir a la tienda del pueblo y comprar unas pizzas.   De modo que ahí estaba él en esos momentos, solo en casa, algo que no le asustaba. Su madre le llamaba cada día y cada día le decía que intentaría ir, pero Óscar conocía bien la afición de su madre por el trabajo, el cual, en muchas ocasiones, se hallaba por encima de su familia. No tenía grandes esperanzas en ver a la mujer allí antes de que dieran el alta al abuelo.    Fregó la taza con cuidado al acabar el café con leche y se vistió con unos pantalones pirata verdes, una camiseta de mangas cortas blanca con dibujos de edificios de Nueva York, una gorra roja y deportivos desgastados. No solía ponerse calcetines, pero ese día los iba a necesitar, pues iba a limpiar la Parcela; a quitar todos los hierbajos crecidos en una lluviosa y soleada, lluviosa y soleada, semana de tormentas de verano; ¡era increíble lo rápido que llegaban a crecer las malas hierbas con un clima así! Normalmente nunca dejaba que crecieran tanto, sin embargo, el abuelo no estaba para darle la Regañina, y primero estaban los animales, y si a eso se le sumaba el ir a verle todos los días al hospital, no le quedaba tiempo.   Pero ese día tenía —no debía, tenía— que arrancar los hierbajos, pues el día anterior le llamaron del hospital para comunicarle que darían el alta a su abuelo al día siguiente a las doce del mediodía, es decir, ese día, dentro de cuatro horas.   El lugar en sí era un terreno rodeado por un muro alto con varias habitaciones adosadas a este por el lado interior, naturalmente. Al entrar en él, te encontrabas en frente, a una distancia de unos veinticinco metros, la fachada del cuarto principal. Allí se hallaban los pájaros, una docena de canarios y jilgueros, cuyos frenéticos cantos inundaban la atmósfera. También había un frigorífico, con el fin de mantener frescos los huevos de las gallinas, y botellas de agua. Y en una esquina, una vieja estufa de leña daba calor los días de invierno y otoño.   En el extremo derecho del terreno, se alzaba una pequeña habitación cerrada para las gallinas y gallos, con tres cajones de los de la fruta rellenos de paja limpia para impedir la rotura de los huevos. En ella también colgaban de unos alambres tres comederos llenos de pienso y cebada. Tenían dieciocho gallinas y tres gallos en total.   Contiguo a ese espacio cerrado, se abría una especie de patio cercado con alambrada tanto en la parte frontal como en el techo, porque las gallinas no vuelan, pero pueden dar saltos impresionantes ayudándose con sus ineficaces alas. Por un agujero hecho en los ladrillos de la habitación cerrada, estas salían a tomar el aire.   A continuación había otro espacio abierto cercado con perdices. Al igual que los pájaros y los gallos, hacían de la parcela un agradable lugar con sus cánticos.   Por último, todo el lado izquierdo lo ocupaba un huerto bien cuidado (Óscar no se había preocupado de los hierbajos del centro del terreno, pero del huerto sí; el huerto era sagrado). De él, vallado, sobresalían las verde y brillantes hojas de la planta de las judías, de los tomates, pimientos, cebollas, pepinos, y muchas hortalizas más.   Óscar era consciente de que no tenía mucho tiempo, pero antes debía mirar a los animales; aunque solo les echaría un vistazo, y si veía los comederos aún con comida y los bebederos con agua, aplazaría el —según pensaba él— innecesario mantenimiento diario. El muchacho pensaba que era un tanto exagerado cambiar la comida y la bebida todos los días, incluso aunque todavía quedara en los cacharros. No obstante, su abuelo le obligaba a hacerlo bajo su filosofía: «Tú comes todos los días algo fresco, ¿no? Entonces ¿por qué ellos no?», y después de eso le daba una colleja. Óscar llevaba un año haciendo lo mismo, desde que él y su madre tuvieron que mudarse a casa del abuelo. El anciano ya no podía encargarse de su apreciada parcela y animales y quien los cuidaba hasta hacía un año —la abuela—, había fallecido. Así que, su nieto era el encargado ahora. Pero eso sí, Óscar no había abandonado los estudios. El instituto empezaba a las ocho y media de la mañana, y él se levantaba a las siete y media, por lo que le daba tiempo de sobra de ir a la Parcela y renovar la comida antes de entrar a clase los nueve meses de curso.   Anduvo entre los hierbajos hasta el otro extremo. Corroboró en cada uno de los casos que no pasaría nada si no cambiaba los alimentos hasta esa tarde, por lo que agarró el azadón sumergido en un cubo de agua dispuesto el día anterior con el fin de hinchar la madera y así impedir que la hoja saliera volando, barrió el salvaje terreno con la mirada… y se interrumpió en punto determinado. Entornó los ojos (tal vez había sido producto de su imaginación), pero se mostró más claro. No había duda. Entre todas esas hierbas salvajes, de un verde apagado, cerca del ancho tronco de una higuera y en el centro de un pequeño círculo desnudo, se alzaba nada más y nada menos que ¡una rosa roja! Una extraña rosa roja en medio de todo aquel desastre. Aquella bella flor sobresalía sobre toda esa triste hierba como una bonita gota de sangre en un fondo en blanco y negro. Qué raro no haberla visto hasta ahora.   La observó durante unos segundos más. Luego volvió a contemplar todo el trabajo que tenía que hacer, y se puso manos a la obra tras un largo suspiro.   En dos horas, y haciendo solo dos descansos de cinco minutos, Óscar finalizó su ardua tarea sudando a mares bajo un sol despierto y con ganas de abrasar la tierra desde temprano por la mañana; ese día no llovía, eso seguro. Miles de ortigas, manzanillas, duros cardos lecheros, cardos borriqueros apenas creciditos, y muchas más plantas salvajes habían sido despojadas de sus raíces.   Se sentó en un grueso tocón a la sombra de un alto olivar (además de este y la higuera, también había plantado un manzano, un peral y un albaricoquero a lo largo del terreno) apoyando ambos brazos en el mango del azadón y la cabeza gacha entre ellos. Respiró hondo para coger un poco de aire y relajarse. Se quitó la gorra. Con el dorso de la mano se secó el sudor de la frente y con la base de la palma las mejillas.   Cuando se hubo recuperado un poco, recorrió de nuevo el lugar con los ojos entrecerrados por el brillo del sol. Bajó la vista de nuevo… e inmediatamente la levantó.    Ahí estaba la rosa. No le satisfacía la idea de arrancar algo tan bonito. Ahora no destacaba tanto como antes, pero aún así despedía su belleza… y su misterio. ¿Cómo podía haber nacido una rosa en un lugar así? Su abuelo no la había plantado, pues no le gustaban las flores ni las plantas, sin contar, claro está, con las que dan frutas, con «las que sirven para algo», diría él.   Óscar tampoco era un amante de las flores, pero esa flor le gustaba, y por tanto le daba pena arrancarla; aunque bien sabía él que debería hacerlo antes de que su abuelo entrase por la puerta.   «¿Y después qué?», se preguntó. Bueno, podía introducirla en un jarrón con agua y esconderla en su cuarto, el abuelo nunca entraba allí. Y luego se la daría a su madre… No, su madre había heredado las mismas ideas sobre las flores que su padre. ¿Entonces? Su abuelo no entraba en la habitación, pero su madre sí, ¿y si no le parecía bien? Pero su madre no estaba en casa, así que la cogería y cuando volviese ya pensaría algo.   Se dirigió hacia la rosa, se agachó y, al estirar la mano, su teléfono móvil sonó. Sacó el Smartphone del bolsillo. En la pantalla figuraba la palabra «Mamá». Descolgó.   —¡Hola, cariño! —saludó la familiar voz de su madre.   —¡Hola, mamá! —Se reincorporó apartando por un momento la rosa de su cabeza; era agradable escuchar a su madre. Habían hablado el día anterior y todos los días desde el ingreso del abuelo en el hospital, pero eso no recompensaba los dos meses sin verla.   —¿Dónde estás? —preguntó la mujer un tanto extrañada por lo que pudo percibir en su tono.   —En la Parcela —contestó Óscar con cautela. ¿Qué ocurría? ¿Le había pasado algo al abuelo?—. La he limpiado; estaba llena de hierbajos.   Esperó a que su madre le dijera lo que sucedía, si es que sucedía algo.   —Muy bien, hijo. El abuelo se pondrá la mar de contento.   —Sí, bueno… —La verdad era que el abuelo no solía ponerse «la mar de contento» por su dedicación al recinto; simplemente el hombre creía que su nieto hacía lo que tenía que hacer.   —Bueno, hijo, te llamo para avisarte de que han adelantado la hora del alta. —Óscar se horrorizó; dejó escapar un grito ahogado—. No, tranquilo, cariño: solo ha sido una hora. Hasta las once. —El corazón del chico volvía a latir con normalidad; aún así, debía ponerse en marcha. Dejó el azadón dentro del cubo con agua y salió de la Parcela a la vez que la rosa se escapaba de su cabeza y se quedaba tras la puerta cerrada; ahora sí la había olvidado—. Te han estado llamando, pero no cogías el teléfono.   Inmediatamente, Óscar supo por qué y se lamentó por haber cometido tal error.   —Solo les di el número de casa; el de mi móvil no. Estaba demasiado asustado, supongo.   La mujer soltó una risilla triste.   —En fin, cariño: que no se te olvide, ¿vale?   —No te preocupes, mamá, ya voy para allá.   Se despidieron con un beso.   Óscar miró la hora del móvil antes de guardarlo. Eran las diez y cuarto. Decidió que se cambiaría de ropa y cogería el autobús de las diez y media, el cual le llevaría hasta la ciudad en la que se encontraba el hospital. Luego vendrían en ambulancia. Óscar podía haber esperado al abuelo en el pueblo, sin embargo prefería estar con él para ayudarle a recoger las cosas ya que al hombre no le agradaba mucho que personas desconocidas tocasen sus pertenencias; «La gente tiene el cerebro muy pequeño, pero la mano muy larga», solía decir él.   Mientras cruzaba a paso ligero frente a la casa de Elena, la chica salió, y a punto estuvieron de chocarse si no hubiese sido por los reflejos de Óscar.   —¡Ups! —exclamó Elena.   Ambos se rieron por el gesto alargado de sus caras debido al inesperado encontronazo. Y Óscar pensó: «Incluso con esa grotesca expresión está guapísima». Elena le gustaba muchísimo. No sabía si estaba enamorado; no obstante, cada vez que la veía, un cosquilleo le recorría el estómago y le aceleraba la respiración. Por otro lado, en muchas ocasiones se sorprendía pensando en ella y deseando volver a verla, como esa misma mañana. Le encantaría saber si él también le gustaba a ella, algo que no se atrevía a preguntar.   —Qué poco ha faltado —manifestó Óscar—. ¿Adónde vas tan temprano?   —Mi madre me ha obligado a ayudarla a limpiar la casa —dijo con una mueca «no veas qué rollazo»—. Y ahora me ha mandado a comprar pan porque luego hay mucha más gente. Yo creo que es al contrario, que es ahora cuando hay más gente, pero bueno. ¿Y tú?   Óscar tardó en responder, estaba embobado contemplando los exagerados movimientos de sus ojos verdes y las continuas muecas de su rostro al hablar. Elena era una muchacha un poco más bajita que él, tenía el pelo liso y rubio mientras que el de Óscar era castaño y con despeinados rizos, y los ojos de este eran negros. ¿Y si a ella no le gustaban los chicos como él? Tal vez le atraían más los chicos rubios con ojos verdes, o más altos, o…   —¿Óscar? ¿Estás ahí? —le preguntó sonriendo dulcemente. Le tocó el hombro. Los pelos de Óscar Casas se pusieron de punta.   —Sí… Sí, claro —regresó a la realidad colorado por su embobamiento—. Yo vengo de la Parcela, como siempre. —Le ofreció una sonrisa nerviosa—. Y ahora… —miró el reloj de nuevo: las diez y veinticinco— ¡Y ahora tengo que irme a por mi abuelo! LuegonosvemosElena —dijo de corrido conforme salía disparado hacia la casa.      En esos momentos hubiera deseado con todo su corazón haberse quedado allí con ella un poco más de tiempo, pero el tiempo corría cuando no debía.   Entró como una bala en su habitación, cogió su cartera, y salió de nuevo a la velocidad del rayo; no le daba tiempo a cambiarse de ropa.   Llegó a la parada —no muy lejos de la casa— justo en el momento en que el autobús cerraba sus puertas.   —¡Espera! —gritó sin aliento.   Las puertas se abrieron siseando. El conductor le miró con expresión reprobadora mientras le pagaba, pero no le dijo nada.   El resto ocurrió muy rápido. Llegó al hospital, guardó las cuatro cosas personales de su abuelo en una bolsa, dos enfermeras le ayudaron a sentarse en una silla de ruedas (a partir de ahora cuanto menos caminase, mejor), le subieron a la ambulancia, y en menos de cuarenta minutos Óscar empujaba al abuelo hacia la puerta de casa.   Durante todo ese tiempo, Óscar no había olvidado ese simple toquecito en el hombro de Elena. Era la primera vez que le tocaba a pesar de que eran amigos desde hacía once meses, cuando los padres de ella se mudaron a ese pueblo. Desde el primer instante en que la vio, al muchacho le pareció la chica más guapa del mundo. A parte de su belleza, era extraordinariamente simpática, razón por la que Óscar la conoció, pues él era muy tímido, y no había muchas chicas que le hablasen al insertarse en su grupo de amigos o al llegar nueva a la clase del instituto. Por lo tanto, ese inhabitual interés que causó él en Elena, más incluso que el físico, provocó que unos días después de su primer «hola» sintiera ese cosquilleo en el estómago. Pero nada de eso servía si no reunía todo el valor del mundo y se lanzaba a expresarle sus sentimientos.   Y entonces, como una luz divina, recordó la flor y se le ocurrió qué hacer con ella. ¡Se la entregaría a…   —Para —le ordenó su abuelo antes de cruzar la puerta. Óscar detuvo la silla de ruedas—. Vamos a la Parcela. En casa no hay nada que ver.   Aquello espantó al chico. ¡No podía llevarle allí sin haber arrancado la rosa! Le regañaría por no tener la parcela completamente limpia… Aunque el abuelo parecía cambiado desde su estancia en el hospital. Toda la llama de energía y fuerza que desprendía el abuelo aun con la enfermedad, se había extinguido —al menos aparentemente— tras el ataque de tos. Se le veía más débil, y su voz seguía el mismo ejemplo. Tal vez su mala leche había desaparecido y no le diría nada. O incluso cabía la posibilidad de que no la viera.   De todos modos, Óscar no tenía más remedio que cumplir la voluntad del hombre.   Al llegar, metió la llave a la segunda en el cerrojo de la oxidada puerta de metal de la Parcela, la giró respirando hondo, vaciló, y la abrió.   Empujó la silla hasta el otro extremo mientras el abuelo miraba con nostalgia más que con exanimación en todas direcciones. No parecía haberse dado cuenta de la flor. Le llevó a ver los animales, uno por uno (tampoco se percató de la comida sin cambiar), y el huerto, y cuando terminó, lo colocó frente a la fachada del edificio principal, con peligrosas vistas a todo el terreno de unos quinientos metros cuadrados.    Esa era su verdadera casa. Él había construido cada una de las habitaciones, había comprado los animales, había creado el huerto, y lo había mantenido y cuidado todo durante treinta y cinco años. Esa parcela era su vida. Si le quitaban eso (que no lo harían) él no sabría qué hacer; odiaba la idea de estar tumbado en una cama todo el día o ir a cotillear al pueblo o a dormir a los bancos de la plaza y la iglesia. «No caeré tan bajo como los demás viejos», declararía él. Ya no era capaz de realizar todas esas cosas, pero era él quien lo administraba todo. Y por supuesto, en ese terreno, se hallaba algo muy querido; algo más importante si cabe que la Parcela misma.   Óscar observaba intermitentemente a su abuelo, y a la flor, a su abuelo, y a la flor. «¿Qué hago, qué hago?». No podía acercarse y arrancarla porque el anciano le vería. «¿Qué hago?». Estaba muy inquieto.   —¿Q-qué te parece? ¿Está bien arreglada? —Era una pregunta insensata, pero los nervios iban contra él.   Y como no podía ser de otro modo, el abuelo vio la rosa tras lanzar una mirada (ahora sí examinadora). «¡Qué tonto he sido!», se lamentó Óscar.   —¿Qué es eso?   Las palabras lograron salir por una garganta cerrada:   —E-es una rosa. No me ha dado tiempo a quitarla. Me ha llamado mamá para decirme…   —Llévame hasta allí —le cortó el hombre exaltado; «Oh, no». Se preparó para la Regañina y el capón—. Rápido, Óscar.   El chico obedeció con piernas temblorosas. Los capones dolían mucho, y el abuelo, cuando te regañaba, lograba hacerte sentir realmente mal diciendo cosas como: «No tienes ni un poco de picardía». «No se te puede pedir nada, lo tengo que hacer todo yo». «Los muchachos de hoy no valéis para nada».   —Ya la arranco, abuelo —le dijo cuando llegaron, esperando recibir el golpe al agacharse. Pero el abuelo le agarró del brazo. «Prepárate, Óscar», se dijo cerrando los ojos.   —No —soltó el anciano con determinación y voz ronca. Óscar abrió lentamente un ojo, y el otro. Su abuelo miraba la rosa con ojos vidriosos. ¿Qué raro?—. Déjala.   —Pero pensaba que no te gustaban las flores.   —Esta… esta sí, hijo.   Y entonces una lágrima resbaló por su arrugada mejilla.   Óscar Casas se sorprendió como nunca antes lo había hecho: ¡el abuelo jamás lloraba! Sacudió la cabeza y observó con más detenimiento por si su imaginación le había jugado una mala pasada. No, no había duda. Su abuelo, aquel anciano de setenta y nueve años, de boca desdentada y un pelo gris con entradas hasta la coronilla echado hacia atrás, al que jamás había visto llorar excepto por el ataque de tos (eso no contaba), estaba llorando por una flor. Óscar creía que era preciosa, pero no era para echarse a llorar. ¿Qué le pasaba?   El hombre se dio cuenta de la cara de asustado que tenía su nieto, y le dijo:   —Tranquilo, Óscar, no te preocupes, estoy bien. Siéntate, no estés ahí de pie.   El chico revisó el indicador de la bombona; no le quedaba mucho oxígeno.   —El oxígeno está a punto de agotarse.   —Todavía hay suficiente. Ya no es como antes. Cuando te mueves y haces cosas, se consume más rápido. Pero ahora, hijo, aquí sentado, sin agitar la respiración, dura casi el doble, créeme.    Óscar se sentó en el suelo confiando en la palabra del abuelo.   —¿Por qué lloras?   —Bueno —no quitaba ojo a la rosa—, la rosa era la flor preferida de tu abuela, ¿sabes? Al verla, me ha hecho recordarla.   Su abuela murió hacía un año. Aquello fue realmente lo que les hizo irse a vivir con él. La abuela era quien se encargaba de todo lo que ahora Óscar hacía antes de fallecer. Estaba en mejor forma que el abuelo, de eso no había duda, pero la muerte es caprichosa, y se la llevó a ella antes.   —Tu abuela era lo que más quería en el mundo. Aunque también la gritaba y me enfadaba con ella, sabía cuánto la quería. Y ella también me quería, por supuesto; si no, no me habría aguantado más de sesenta años. Y a pesar de que odiaba este lugar, del cual decía que estaba obsesionado y deseaba venderlo, tu abuela lo cuidó cuando yo ya no podía. Lo cuidó por mí. Porque sabía lo que me importaba.    Óscar quedó consternado, no por la historia de su abuelo, sino porque había perdido la única oportunidad decidida de declararse a Elena; el abuelo no le dejaría arrancar la flor.   Echó otro vistazo a la aguja del indicador de oxígeno. Estaba a tres rayas de la señalización roja que indicaba la zona de peligro.   Comenzó a levantarse para ir a casa a por una bombona nueva.   —Vamos, abuelo. No hay mucho oxígeno, será mejor cambiar la bombona.   —De acuerdo.   Al pasar frente a la casa de Elena, Óscar echó un vistazo rápido entre las rendijas de la puerta exterior, pero no vio a la chica. Se preguntó si valía la pena ponerse así por la flor. Tal vez a Elena no le gustaban, le parecería muy cursi y se reiría de él.   Abrió la puerta de la casa del abuelo.   —Te veo triste. Espero que hablar de la abuela no te haya hecho ponerte así.   —No, no es eso. —Se colocó detrás de él, y empezó a empujarle.   —Entonces, ¿qué es?... ¿Una chica?   No le extrañó la precisión de la conclusión de su abuelo.   «¿Le digo la verdad? —se preguntó—. ¿Por qué no? Es mi abuelo, y necesito hablar con alguien sobre Elena; ese leve toque en el hombro me está haciendo pensar en ella con más frecuencia aún.»   —Sí —dijo finalmente no sin un poco de timidez.   —Para. —ordenó—. Mírame a los ojos. —Óscar obedeció; se encontraba un tanto incomodo, pero ya no había vuelta atrás—. ¿La quieres?   Dudó. ¿La quería? Sí, por supuesto que sí. Él era muy pequeño aún y no entendía mucho sobre ese tema (solo se había dado un beso en la boca con una chica, un piquito), pero ese cosquilleo… Ese cosquilleo significaba algo.   Asintió con la cabeza y a continuación la agachó.   —Pues ve a por ella. Dile que te gusta. No pierdas el tiempo, hijo; el amor… —Enmudeció y por un momento su abuelo parecía estar en otro lugar—. El amor es como la muerte, eterno. Pero las mujeres no, chico. Así que venga.   —No me atrevo, abuelo. Hasta hace unos minutos creía haber encontrado la forma de decírselo, pero…   —Pero ¿qué?   —Pero ahora no puedo porque iba a entregarle la rosa y con todo lo que has dicho…   —Cógela.   La respiración de Óscar se detuvo. ¿En serio?   —Vamos, no me mires como si hubieras visto un fantasma. Adelante, ve a la Parcela y cógela. Esa rosa, hijo, es la flor de la vida y la muerte, de la esperanza y, por supuesto, del amor. Te lo aseguro.   Óscar no sabía qué decir. ¡En menos de una hora se habría declarado a Elena! Estaba nervioso y el corazón le latía a una velocidad inimaginable. Quizás le parecería anticuado y le rechazaría, sin embargo, como decía su abuelo, no debía esperar más; de su estómago parecía estar a punto de salir un gusano atravesándolo, y Elena podía encontrar otro chico o irse a vivir a cualquier otro lugar.   Así pues, sin más demora, le dio las gracias, un beso en la mejilla y salió corriendo lleno de entusiasmo y alegría, dejando a su abuelo en el umbral de la puerta, y olvidándose del poco oxígeno de la bombona.   El abuelo dirigió la mirada al espejo sobre el mueble de la entradita, frente a él. En él vio el reflejo de su nieto cada vez más pequeño, y a él mismo. Un anciano con vías nasales permanentes, dependiente de bombonas de oxígeno. Hasta hace una semana y media, aún tenía fuerzas para andar y regañar de vez en cuando a Óscar. Le regañaba mucho, incluso aunque no tuviera culpa de nada, simplemente lo hacía para que espabilara, pues la vida no da nada gratis. Sin embargo, ahora ya no podía siquiera hablar sin fatigarse.   Pero al menos, su hora había llegado. Porque esa flor, aquella bella rosa, había crecido en el mismo lugar en que enterró a su mujer en secreto. Ella misma se lo dijo, era su voluntad. La de ambos, mejor dicho; según ella, esa era la única manera de estar siempre juntos si la muerte se le adelantaba a uno antes que al otro ya que en un cementerio solo estarían juntos de vez en cuando, mientras que en la Parcela, sería todos los días. Ella no habría dejado de cuidarla si él hubiera fallecido antes.   Y aparte de ser la flor de la vida y la muerte, de la esperanza y el amor, como le había dicho a Óscar, era la señal que el abuelo había estado esperando de su mujer para reunirse con ella. Sabía que lo era. Sabía que de algún modo u otro, ella la había hecho crecer.   Cerró los ojos lentamente soltando un largo y penoso suspiro sonoro, y justo antes de que todo se quedara a oscuras, le pareció vislumbrar entre las finas rendijas de sus párpados, el reflejo de una persona en el espejo. Estaba seguro de que no era el suyo. Tampoco el de Óscar. Y mucho menos el de su hija.    Entonces, en el mismo instante en que Óscar Casas arrancaba la rosa para llevársela a Elena, la aguja del indicador redondo sobrepasó la marca roja, y cayó inerte sobre el cero.