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La fuga

Publicado el 16 noviembre 2009 por Bloggermam
La fuga
Bato se comenzó a despertar. Le dolía la cabeza como nunca. Estaba aturdido y sin fuerzas, no lograba levantarse del suelo. Se llevó la mano a la cabeza para comprobar que la sensación pegajosa que tenía en la cara, no sólo era debido a estar tirado en el suelo, si no también a la sangre todavía fresca que recorría su cabeza.
Por fin pudo sentarse apoyando la espalda en la sucia pared del fondo. Además era el único lugar en el que podía sentir algo de resguardo, porque las otras tres paredes en realidad eran una hilera de fríos barrotes.
Ese olor era inconfundible; a pesar del dolor de cabeza, sabía que había sido capturado por los masangos. Esta certeza en un primer momento le recorrió la espalda como el grito de un elefante, pero al poco los recuerdos le sumieron en un estado de tristeza y frustración.
No era la primera vez que los masangos habían destrozado su vida. De hecho él  se llamaba así en honor al bato-té que le rescató de los asesinos de su madre. De ella ya sólo recordaba el cálido abrazo de su regazo y que fue sustituida por Ndako, que le crió como si fuera uno más de sus hijos.
Bato sabía que una vez que los Masangos te capturaban estabas perdido. Nadie regresaba de su poder. Si no ponía remedio podría comprobar si era cierto que te llevaban río abajo, lejos del alcance de los bato-té para devorarte.
Los masangos no eran de Salonga. Venían de lejos; desde más allá de Bekoma, Incluso más allá de lo que se podía recorrer en una estación seca.
Eran violentos, ruidosos y cobardes. Cualquiera de nosotros podría acabar a golpes con dos masangos con facilidad, pero su magia era mortífera. Sólo una magia del mismo poder, como la de los Bato-té podía mantenerlos a raya.
El único consuelo de Bato era saber que sólo había sido capturado él, y que el resto de la expedición de caza nocturna se había salvado de la emboscada. Todo fue muy rápido. Las luces en mitad de la noche les cegaron, perdieron las lanzas, todos intentamos huir asustados. Estuvimos a punto de salvarnos todos. Incluso él se habría  salvado si no hubiera regresado para ayudar a Oyose, que estaba enredado en una de las magias de los Massangos. Como jefe, no podía irse dejando a uno de los suyos atrás; aunque Oyose se mereciera un escarmiento -siempre burlándose de todo, siempre fastidiando- pero no podía dejarlo ahí. De modo que hizo el gesto a su inseparable Yok, para que se hiciera cargo del grupo; y sin dudar cargó contra los captores de su molesto compañero. Pudo derribar a dos y le dio tiempo a ver como Oyose se zafaba y huía histérico, antes de que un certero culatazo le dejara  inconsciente.
Unos pasos le sacaron del letargo. El sol entraba casi horizontal por el ventanuco de la choza en la que estaba recluido y ya se encontraba bastante recuperado del golpe que le había dejado fuera de combate; pero se hizo el dormido para poder observar a su captor. Éste se detuvo delante de los barrotes y hurgó en un candado destartalado para abrir el recinto en el que estaba Bato. Se agachó para meter medio cuerpo acerando un bidón de plástico cortado, sin soltar en ningún momento su arma.
-Bebe, bestia –dijo, mientras movía el cuerpo de Beto con el extremo del fusil- Si te quisiera muerto, ya te habría asado pero pagan más por ti en Oshwe.
Se quedó quieto un momento y al no observar movimiento en Bato, salió de la jaula, y cerró el destartalado candado par impedir que se escapara. Salió de la cabaña, dejando la puerta entreabierta, de modo que Banto pudo escuchar cómo su guardián reprendía a un compañero.
-Sigue KO. La próxima vez ten más cuidado y no les atices tan fuerte. Muertos no pagan casi nada por ellos.
-No te preocupes, he oído más por aquí cerca. Así que seguro que podemos cazar alguno más. Sólo somos tres para repartir, así que deja de preocuparte. Vas a tener dinero para emborracharte dos meses seguidos. La cerveza está fresca, tómate otra, y deja de preocuparte.
-Seguro, pero hay que darse prisa. No quiero que nos frían a tiros los guardas del parque.
A Banto no le hacía falta que le dijeran que sus compañeros estaban por allí cerca. Lo sabía. Pero tenía que lograr salir de allí. Se había fijado como el masango hurgaba en el cierre y él podía hacer lo mismo. Estos estúpidos masangos le habían encerrado y le daban la oportunidad de escapar. Ya tenía la suficiente lucidez para acordarse de cómo el viejo Tong-yeb usaba los palos para todo. A veces hace falta un palo flexible, otras veces hace falta un palo rígido. Tenía que probar. De modo que revisó el suelo de la celda y escudriño cada rincón entre la hierba seca, para conseguir agrupar todos los palos que había a su alcance. Largos, cortos, gruesos, duros, flexibles, no desdeñó ni los que eran fríos como los barrotes que le encerraban.
En toda la tarde sus captores no se preocuparon del estado en el que estaba el preso. Les daba igual que hubiera muerto, porque estaban preparando sus armas para cazar a otros como él esa misma noche. Tanto era así, que  estaban muy animados porque habían rastreado la zona encontrando muchísimas huellas, y ningún rastro de los guardias del parque. Seguro que iba a ser una noche memorable.
Mientras tanto, Banto dedicó todos sus esfuerzos y su pericia a conseguir salir de su encierro. Ya había comprobado que los barrotes eran muy resistentes, por lo que la única solución viable era abrir ese cierre que con tanta facilidad había abierto el masango. Tuvo que controlar sus nervios unas cuántas veces ante los continuos fracasos. Probó a introducir y hurgar en el cierre con todos los palos que tenía a su disposición. La mayoría o no cabían, o eran demasiado delgados. Y los que tenían un buen tamaño parecía que movían algo dentro, pero cuando forzaba se rompían. De hecho había varios fragmentos de madera dentro del candado. Ya sólo le quedaban los palos que había apartado para el final, porque no le daban ninguna confianza. Eran fríos y se doblaban mucho, pero sin llegar a romperse nunca.
La luna llena empezaba a iluminar el claro que había delante de las cabañas. Banto oía como sus captores se preparaban para salir a cazar a sus compañeros. Y también sabía que sus amigos no estaban lejos. Por fin Banto, usando uno de los alambres consiguió abrir el candado. Salió sigilosamente de su celda y se acercó al ventanuco. A través de él podía ver las sombras que proyectaban los frondosos limbalis de enfrente: ese era su objetivo También consiguió ubicar a los tres masangos. Dos a la derecha de la puerta  y otro a la izquierda. Charlaban animadamente mientras comprobaban que tenían todo lo necesario para su batida nocturna. Encendieron las potentes linternas.
Sabía que tenía que atravesar los 80 metros de claro a toda velocidad. Todo dependía de que consiguiera alcanzar la primera barrera de árboles antes de que los masangos pudieran dispararle. No estaba acostumbrado a correr en campo abierto, pero lo haría lo más rápido posible.
Justo cuando iba a abrir la puerta, uno de los massangos se dirigió hacia ella.
-Voy a ver cómo está el inquilino
Banto no podía esperar más. Sus nervios y su furia estaban al máximo. Empujó la puerta y se encontró de frente a su captor. Saltó con fuerza sobre él, asiéndole  del cuello con sus poderosas manos. El hombre embestido y estrangulado por el prisionero cayó de espaldas. Se oyó claramente como el cuello se quebraba bajo el peso de Banto al chocar contra el suelo.
Banto no miró hacia atrás y emprendió su loca carrera hacia los árboles del fondo, mientras oía la voz de alarma de uno de los masangos
-¡Eh, vamos! ¡El puto mono se ha escapado!
Al mismo tiempo notó como echaban a correr detrás de él, apuntándole con las linternas.
Su corazón latía a toda velocidad. Las luces que le proyectaban desde atrás hacían que no supiera bien como pisar, en su cabalgada rodó dos veces por el suelo, levantándose con agilidad y continuando su frenética carrera a toda  velocidad.
-El puto bonobo ha matado a François – oía las voces de sus perseguidores acercarse.
-¡Te vamos a freir mono de mierda!
Al mismo tiempo oía un disparo, que retumbó como un trueno en la selva. El escándalo de los pavos reales asustados contribuyó a aumentar la atmósfera de locura de la huída de Banto. Pero ya sólo estaba a unos metros de los árboles. Y se permitió el lujo de volver la cabeza para ver cómo sus perseguidores, equipados con su inseparable fusil y las potentes linternas todavía estaban treinta metros por detrás.
Banto cruzó el umbral de su salvación mirando hacia arriba. Pero no detuvo ahí su carrera. No volvería a despistarse ni un segundo con los masangos, y avanzó unos cuantos metros entre los arbustos, ocultándose para observar a sus dos perseguidores.
Éstos atravesaron la línea de árboles y se detuvieron delante de los arbustos, observando con sus linternas por dónde podía continuar la carrera del bonobo. Estaban fatigados por la inesperada carrera con todo el equipo que llevaban a cuestas y no se habían dado cuente de que esta vez eran ellos los que había caído en una emboscada.
Banto también estaba cansado, pero muy contento. Había recuperado su libertad y podía ver a Yok, a Oyose, Mompa, Ekwele, todos. Todos habían regresado para ayudarle. Todos estaban armados con una lanza, con una gruesa rama o con una gran piedra. Todos estaban mirando a Banto desde los matorrales, desde los árboles, esperando la señal de ataque. Esta vez no haría falta que los Banto-té les defendieran de los malditos bebedores de cerveza.
Banto, se levantó delante de los masangos y su estridente grito de odio quedó ahogado entre los gritos de rabia de su tribu, y los tres disparos a la nada que pudieron hacer los furtivos antes de morir ensartados, apedreados, golpeados y despedazados por una horda de bonobos enfurecidos.
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