Tenía que ser una de esas que solo tienen los que viven en Boston, o los que tienen familiares allí y reciben cuartos para poder comprarlas en la capital. De esas no hay en las pulgas, ni en las tiendas de variedades de Mata Mosquito, aunque quizá si le diera los cuartos a la Flaca podría conseguirle una. Ella dice que las compra en Internet, pero todos saben que las saca de las habitaciones de los gringos mientras se gana unos pesos extras. Es una de esas altas con la “B” de los medias rojas de Boston en la frente y una chapa de plástico sobre la visera, de las que pone “Official” en un escudo bordado en el lateral. Café solo había visto una igual en una carrera de Friusa al shop-and-drink de la avenida en un dominicano que dijo trabajar en el aeropuerto de Boston, y que además aseguraba que la firma estampada con un marcador sobre la “B” era del mismísimo Big Papi Ortiz.
Pero esa mañana, apenas la vio con el rabillo del ojo, detuvo de un frenazo la motocicleta con la que se ganaba la vida, esquivó los restos de un accidente reciente, y se echó al arcén de la autovía del Coral.
Todos conocían a Café, camareros, bartenders, cajeras, estiguarts, camaristas, aibés, jardineros, wachimanes, representantes, vendedores, recepcionistas, todos los que hubieran trabajado o trabajaran en la zona hotelera sabían que su moto era la más segura de todo Bávaro, la única que nunca había tenido un golpe. Una Cg125 comprada a un prestamista por dieciocho mil pesos con un motor mejor que nuevo, el de una ciento veinticinco pero con cilindro y cigüeñal de una Cg200 que se calibraba en tres, y con la que jamás había quemado las piernas a ninguno de sus pasajeros. Además le había quitado las luces, los retrovisores, la pata de apoyo y los guardalodos para aprovechar al máximo la potencia de su motor. La dejó deslizar hasta el suelo, apoyándola sobre el manillar con cuidado de que no se botara la gasolina al inclinarla, y se desmontó. Caminó por el margen de la autovía la distancia que lo separaba de su visión con la mandíbula apretada y las manos sudorosas. ¿Y si se había equivocado, y si aquello que había visto de refilón no era lo que el corazón le decía que era? Sintió la rugosidad de la gravilla de la carretera en la yema de sus dedos al deslizar el pie fuera de la chancleta mientras cogía impulso para pasar la zanja que separaba el asfalto de la vegetación, y saltó. Allí estaba, una gorra de los Red Sox de Boston colgando de la rama de una mata de mangle. Por un segundo quiso gritar que sí, que era él quien la había visto, como siempre, el más rápido, el más tíguere cuando se trataba de ver lo que los demás apenas intuían. Por eso nunca volvía a casa sin sus trescientos pesos mientras el resto de motoconchos gastaban gasolina arriba y abajo. Él era diferente, él solo movía el motor cuando sabía que iba a captar a un pasajero, como ahora, ¿cuánta gente habría pasado por allí, aún con lo temprano de la hora, sin verla?, se lo preguntó mientras deslizaba sus dedos callosos sobre la visera de la gorra. Tocó con la yema de su índice la "B" de los Medias Rojas cosida en el centro de la gorra, y sintió un escalofrío. Resiguió la letra roja ribeteada en blanco perfecto una y otra vez, arriba y abajo. Acarició las costuras hasta el tapón que coronaba la tela azul marino en su parte superior, y le dio un par de vueltas. Lo más impresionante era la visera, ancha, de más de cinco pulgadas, dura, con una placa de plástico que la hacía brillar y sobre la que lucía orgulloso el escudo de la MLB Official, un logotipo que había visto miles de veces pintado en las casetas de las bancas, pero que nunca había tenido tan cerca. Recorrió con una uña plomiza y larga el contorno del bateador blanco sobre fondo rojo y azul, los colores de la bandera de Dominicana, se dijo, esos gringos son el diablo, y la volvió a hacer girar para después cubrirla haciendo cuna con las palmas de sus manos. ¡No lo podía creer! Una sonrisa intensa destapó el contraste entre su piel negra y la dentadura que castañeaba solo con pensar la cara que pondrían en la parada cuando lo vieran llegar. Le dio un par de vueltas más para asegurase de que era real, ajustó la tira de plástico trasera y se calzó la gorra como si hubiera sido fabricada para cubrir sus rizos negros del sol, el polvo y la lluvia que lo asolaban a diario.
Caminó hasta el motor, lo levantó, le dio un par de patadas al arranque y salió con su gorra en la cabeza y la moto a una rueda en un caballito espectacular.
Apenas abandonó la autovía, entró por la calle de CEPM unos quinientos metros más abajo, en dirección a las habitaciones de alquiler frente a la bomba de gas. Miró la hora en su teléfono celular, un i-phone cinco que le había conseguido la Flaca por mil quinientos pesos, las ocho y cuarto. Escondió la moto en el camino y dejó que el resto de moto-taxis pasara a recoger a los trabajadores que bajaban de sus habitaciones. Los escuchó pelear como cada mañana, chocar las ruedas de sus motores para ser los primeros en captar a los pasajeros, los vio salir por la misma calle en la que se ocultaba y esperó. Nueve menos cuarto. Arrancó entonces y entró en los alojamientos cuando ya no quedaba nadie. Los últimos trabajadores, los que iban tarde, pagaban casi el doble y solo estaba él para cobrar por esa media hora robada al sueño. Más de un día se había ido en blanco esperando rezagados que no llegaron, pero esos días eran los menos y el resto los compensaba de sobras. Se acomodó bien la gorra y esperó unos instantes. Escuchó la cerradura de una de las puertas y movió la moto hacia la dirección de la que provenía el sonido. Los alojamientos consistían apenas en tres edificios de habitaciones encarados en forma de u a una plaza central que hacía las veces de centro social, parqueo para vehículos y puesto de vendedores ambulantes. Tres edificios preñados de unas treinta habitaciones cada uno con algunas dobles a las que llamaban de luxe. De una de ellas la vio bajar. Era una morena impresionante, pantalones apretados como una goma, el ombligo despejado y unas tetas marcadas por una camiseta de tirantes que cualquier hombre mataría por tener en su espalda. El pelo bueno, las uñas largas y unas gafas de sol que le cubrían la mitad del rostro. Arrastraba una maleta pequeña en la que seguramente había de llevar su uniforme, se va de libre o la han cancelado, pensó Café, que se giró la gorra para encarar la visera a la chica al tiempo que hacía lo propio con la moto.
La vista de ella se cerró en el escudo de los Red Sox y la de él en el escote. Uvero Alto, le dijo, la carrera más larga y cara que podía hacer, le sonrió, acomodó la maleta entre el manillar y el faro ciego, y la ayudó a subir. Apenas al primer acelerón sintió aquellas dos tetas inmensas pegadas a su espalda y supo que ese era su día.
Volvió tras dejar a la chica en el cruce de Uvero Alto y por el camino hizo un par de carreras más. No recordaba haber llevado tanto dinero encima antes de las diez de la mañana en su vida. Llegó al centro neurálgico de Bávaro, el cruce de Friusa, y entró con su motocicleta en la gasolinera entre las notas de “Farolito”, de Juan Luis Guerra, que tronaban por los altavoces del car-wash frente a la bomba. Vio las caras de asombro de los otros motoristas al ver su gorra y no pudo acallar una sonrisa mientras sacaba del bolsillo un billete de mil pesos y mandaba llenar el depósito de gasolina. Fueron muy aplaudidos también los vasos de cerveza a los que convidó y los pasos que se echaron para desentumecer la caja de bolas aprovechando los acordes de las bachatas del lavadero de coches. Un lavadero que apenas remitiera el sol se convertiría en la mayor discoteca de la zona.
A la tercera bachata ya no le quedaba un peso, pero estaba contento porque la recaudación le había dado justo hasta la hora en que el autobús de personal descargaba las dependientas de las tiendas de los hoteles Barceló que cubrían el turno de tarde. ¿Y esa gorra?, le sonrió una de las chicas mientras cabalgaba la parte de atrás de la Cg125 y se apretaba contra Café para dar espacio a otras dos compañeras. Era una de las tres supervisoras que casi siempre llevaba hasta el hotel. No era muy bonita y ya hacía tiempo que había dejado atrás sus mejores años, pero olía a perfume y cuartos, y alguna vez, si tenía suerte de recogerla a la salida de su turno, echaban uno rápido por el importe del concho antes de devolverla a la parada del bus. Bajó a toda velocidad por la autovía hasta la salida del hotel y enfiló hacia la barrera de la entrada de personal. La chica se apretó al bajar y le cogió la yuca, a las diez en el mismo lugar, le dijo. Agarró los trescientos pesos que le extendió con una sonrisa, y salió, feliz, de vuelta al centro de Bávaro.
A Café le habían contado que unos años atrás allí solo había monte y culebra hasta que una empresa española se instaló al borde de la primera carretera y comenzaron a edificar a su alrededor. Después pusieron la primera gasolinera y el lugar cobró la vida que lo había llevado a convertirse en el centro neurálgico de Bávaro. Luego vinieron los arrabales a su alrededor, el Hoyo, Mata Mosquito, apartamentos, negocios, plazas, cueros, la Punta, el Car-Wash e incluso un supermercado, y con ellos la inmigración de haitianos y dominicanos de todas las zonas del país. Él era de los pocos dominicanos que todavía hacían ese trabajo, venido del Ceibo, de padre y madre dominicanos, y no como la mayoría de haitianos que se habían hecho con el negocio del concho.
Se ajustó la gorra, dio un par de vueltas frente a los otros motoconchos que dormitaban el medio día acomodados sobre los asientos de sus motores, y entró en el pica-pollo chino. Se compró dos piezas y un refresco rojo. Incluso el dependiente chino, que jamás levantaba la cabeza mientras llenaba bandejas de plástico con trozos de pollo y papas o arroz, lo miró a los ojos y le sonrió con sus ojos grasientos clavados en la gorra. Se sentó después en una de las sillas desencuadradas del local y tuvo que espantar a un grupo de niños que andaban tramando hacerse con la gorra mientras él mordisqueaba los trozos fritos del pollo al ritmo cansino y enganchoso del ventilador del techo. El refresco llenó el espacio que el pollo no había cubierto y decidió ir a acostarse debajo de unas matas de camino a la iglesia cristiana, que le decían de las aguas, a echar una siesta. Puso los pies sobre la parrilla trasera, el culo en el asiento, la espalda en el depósito y la cabeza, cubierta con la gorra, sobre el manillar. El calor era infinito incluso al cobijo de aquellas matas.
Despertó sudado, se echó mano a la gorra y se sintió aliviado. ¡Aún estaba allí! Quitó el palo con que había aguantado la moto, le dio una patada al arranque y salió. Doscientos pesos en el bolsillo, descansado y la supervisora esperando por él. Aquella gorra, coño, no había dejado de traerle buena suerte.
Hizo un par de viajes de los hoteles Bahía a los alojamientos, y otros más con trabajadores de los Palladium que bajaban hasta la parada de la guagua. A medida que el sol se retiraba, las notas de las bocinas del car-wash se hacían las dueñas del espacio y los cueros comenzaban a salir. Llevó a dos de ellas hasta el prostíbulo de las Conejitas y aceptó una fundita de arroz con pollo y que le enseñaran las tetas como pago. Lo recordaría mientras se cogía a la supervisora, pensó al tiempo que se acomodaba la visera en la parte trasera de la cabeza para que no le restara luminosidad.
Dio un par de viajes más por la zona, de la bomba a la parada de autobuses, y de la parada a la oficina de Orange en la plaza. El puñadito de arroz blanco le había sentado bien. Ya hacía un rato que había anochecido cuando miró la hora en el celular, casi las nueve, y decidió ir marchando a buscar el resto de la cena. Pasó de nuevo por Friusa y saludó a los motoconchos que esperaban carrera, recibió alguna oferta por la gorra, más de relajo que de verdad, y vio la envidia pintada en la cara de todos ellos, a los que dejó boquiabiertos con un nuevo caballito mientras enfilaba a buscar la autovía. Giró a la izquierda, se saltó el semáforo en rojo de incorporación a la autovía, aceleró y en pocos segundos toda la potencia de su Cg125 pasada a doscientos rugió por el arcén. El aire le golpeaba la cara y el pecho, y hacía presión contra la visera de la gorra, apretada al máximo a la cabeza por la tira ajustable de plástico. Adelantó a una guagua de personal y a una patana por la derecha, subiendo y bajando del arcén, y cruzó la autovía del carril de la derecha a la izquierda y viceversa en un par de giros que lo hicieron sentir el tíguere más afortunado del mundo. Escuchó el claxon de una yipeta que le recriminaba la maniobra suicida del adelantamiento y le contestó con la mano izquierda levantada en forma de burla. Siguió hasta la curva del Cocotal a todo lo que daba su moto cuando un golpe de aire le sacó la gorra de la cabeza y la hizo volar al medio de la autovía. Café apretó los frenos con fuerza y giró el torso para ver dónde caía la gorra antes de que se la tragara la oscuridad. El todoterreno que acababa de adelantar unos metros atrás lo esquivó como pudo y Café se echó a la derecha, hacia el arcén, mientras derrapaba y seguía con la cabeza vuelta y la vista en el vuelo caprichoso de la gorra. Ni siquiera vio que la moto patinaba, ni sintió el dolor del asfalto mientras se comía su piel. Comenzó a dar vueltas sobre su cuerpo y escuchó el gruñir de frenos a su alrededor. El mundo giraba mientras él intentaba por todos los medios fijar su posición en el vuelo de la gorra. En una de las vueltas la vio al haz de luz de un vehículo descontrolado volando hacia el borde de la carretera. Siguió rodando sin saber dónde estaba él, ni la moto, ni el mundo, pero seguro de saber hacia dónde tenía que haber ido la gorra mientras sus huesos crujían y su cuerpo perdía velocidad en cada embestida. Por fin quedó inerte, el cuerpo en el arcén, roto y atravesado, y la cabeza en la carretera con el ángulo preciso para intuir por dónde debía haber volado la gorra. La tengo, pensó cuando su cabeza estalló bajo de la rueda del autobús al que había adelantado apenas unos segundos mientras que la gorra, como la pluma huérfana de un ave abatida, caía sin vida en la más absoluta oscuridad sobre una rama de mangle en el margen de la nueva autovía del Coral.