Revista Literatura
La guerra de los dioses
Publicado el 23 mayo 2012 por Raulaq
Imagen sacada de Google
Miró a su alrededor; una ciudad en
ruinas se hundía a sus pies; “la guerra de los dioses” (la tercera guerra
mundial) había terminado diez años atrás, pero el planeta no era capaz de
volver a emerger.
Guerras civiles en la mayoría de los
antiguos países ricos, dictadores en busca de poder, la falta de energía, el
petróleo se había consumido completamente. (La misma guerra que comenzó por él,
terminó con él).
El agua tendía a desaparecer, al igual
que lo hizo toda la flora, para comer solo quedaban perros y ratas, que también
comenzaban a escasear; las turbinas de oxigeno se fueron deteniendo una hora al
día; luego dos… ahora se paraban cinco horas.
Un vigilante pasó volando cerca de él,
sin verle.
Sibil entró al sótano de la iglesia
abandonada buscando algo que pudiese servirle para comerciar en el mercado
negro.
Hacia muchos años que aquellos lugares
estaban desiertos; nadie creía ya en Dios; nunca existió, y si alguna vez lo
hizo, estaba muerto.
El arma resbaló de su hombro, cayendo
contra el suelo y retumbando por toda la galería. Se agachó escondiéndose entre
las sombras. Unas voces sonaban con gran agitación; pudo reconocer que una de
las personas que hablaba era una mujer.
–Nos han encontrado-. Dijo la voz
femenina.
– No te pongas nerviosa, no sabemos que
ha sido ese ruido-. Sonó la voz de un hombre, fuerte y enérgica –bajaré con
Rocco al sótano haber que pasa. Seguro que no es nada.
Sibil, agarró su rifle fuertemente,
mientras unos paso pesados resonaban en la escalera. Eran de un hombre grande; puso
la culata sobre su hombro y miró por el objetivo. Todo estaba oscuro, salvo una
pequeña luz que provenía de la parte de arriba, un haz de luz bajaba por la
escalera, tras él, un hombre de unos ciento veinte kilos, y un metro ochenta de
altura, con una pistola en la mano.
Sibil apuntó a su cabeza; despacio, sin
hacer un ruido. Había oído que bajarían dos personas, pero solo bajaba una.
Colocó el dedo sobre el gatillo; no
estaba dispuesto a preguntar por el otro tipo a un hombre como aquel.
Apretó la culata más a su cuerpo para
sostener mejor el rifle. Una gota de sudor resbaló por su frente; no era la
primera vez que iba a matar a alguien, pero esta vez sentía algo extraño.
Pronto ese gigantón le descubriría y podría tener problemas.
De un solo disparo, entre las cejas,
acabaría con él. Secó su frente y volvió a colocar el dedo sobre el percutor;
el hombre bajó el último escalón y giró hacia su posición. Era el momento
exacto.
De repente un gruñido a su derecha llamó
su atención. Unos brillantes ojos le miraban fijamente. La luz de la linterna
alumbró su cara, cegándole momentáneamente.
– ¿quién eres tú? Preguntó el hombre,
mientras le apuntaba con la pistola.
Sibil se dio cuenta que aquel gigante
estaba más asustado que él. Pudo comprobar que los gruñidos provenían de un
perro grande, negro, con unos enormes colmillos. Sibil bajó el arma.
–No
quiero problemas-. Dijo mientras levantaba las manos –pensaba que aquí no vivía
nadie. Creo que será mejor que me valla y os deje tranquilos. Se giró despacio
para salir por el hueco por donde había entrado.
–Oye ¿Cómo te llamas?
–Me llamo Sibil-, dijo este, sin
girarse.
–Espero no equivocarme, algo me dice que
eres buena persona y creo qué estarás muerto de hambre-.
El gigantón levantó una mano y el perro
dejó de gruñir – ¿Quieres comer algo?
Llevaba dos días sin comer, y lo último
que había probado fue un manojo de gusanos que encontró sobre un trozo
putrefacto de carne, que no quiso averiguar a qué o a quién pertenecía.
–No quisiera importunar a nadie, será mejor
que me valla.
– ¿Ir?, ¿a dónde? Ya es de noche, y en
la calle hace frio. Permíteme que te invite a cenar.
Sibil sonrió al hombre y se acercó al él
estirando la mano
– ¿Y tú, cómo te llamas?
–Todos me llaman “Gran Danés”, bueno, me
llamaban; ahora solo quedamos mi mujer y yo. Y este es Rocco-, dijo señalando
al perro, que se colocó junto a Sibil. –Vamos, te presentaré a mi mujer.
Subieron las escaleras detrás del perro.
El hombre sacó una llave y abrió una puerta al final de la escalera. Entraron
en una pequeña habitación completamente vacía, salvo una pequeña cruz de madera
y dos puertas; imaginó que sería la sacristía. “Gran Danés” cerró la puerta y
con otra llave abrió otra puerta que se encontraba enfrente.
Al abrir la puerta, Rocco cruzó la nave
corriendo, dio un par de vueltas y se tumbó en medio del atrio. El hombre echó
la llave y se dirigieron hacia el presbiterio. Sibil pudo observar que en los
laterales de la nave había unas jardineras repletas de plantas y hortalizas. Un
agradable olor a comida inundaba la iglesia.
Llegaron al presbiterio; en el altar
mayor una mujer menuda, vestida con un vestido ancho, rezaba frente una imagen
de Jesús crucificado (En un mundo donde se debía matar para no morir, un hombre
había dado su vida por los demás, para no conseguir cambiar nada; una absurda
mentira).
–Cariño, ya estoy aquí-, dijo “Gran
Danés”.
La mujer quedó unos segundos de rodillas, se
levantó con una sonrisa y se giró dirección al marido. Al ver tras él a un tipo
con un arma colgada del hombro, se asustó y retrocedió un par de pasos.
Sibil pudo comprobar que era una mujer
preciosa, tenía unos profundos ojos azules, su mirada se clavó en Sibil como
una daga.
–Cariño, este es Sibil-. Dijo su marido,
para tranquilizarla.
La mujer mostró una sonrisa forzada, se
acercó a él y le tendió la mano. –Me llamo Sofía.
Sibil notó una mano pequeña y suave;
estaba fría y notaba como temblaba a acusa del miedo. Él le sonrió con una
amplia sonrisa para que no se sintiese asustada.
–He invitado a Sibil a comer, creo que
lleva varios días si hacerlo y comer algo caliente le vendrá bien.
La mujer le miró con cara inquisitiva,
–bien, que coma algo y luego que se vaya-. Era una mujer con carácter.
–Será mejor que me vaya, no quiero
causar problemas-, dijo Sibil, mirando a la mujer, tenía un extraño bulto en el
estomago; Sibil se dio cuenta que estaba embarazada; entonces comprendió porque
estaba tan asustada. El gobierno se llevaba a las mujeres en su estado para
hacer experimentos con ellas y con sus bebes.
–Sibil, no te preocupes, vamos a cenar
tranquilamente-, dijo el gigante mirando a su mujer con un acto de ternura, –mi
mujer esta un poco asustada, eso es todo.
Haciendo un cortés gesto, dejó que
pasase Sibil primero; él se lo agradeció con una sonrisa, la mujer fue unos pasos
por detrás de ellos.
Llegaron a uno de los oratorios. Situada
en el centro una pequeña mesa circular, alrededor, unas antiguas cajas de
plástico hacían a modo de sillas, un bote en el centro de la misma con dos
rosas daban color al lugar.
“Gran Danés” invitó a Sibil a sentarse
en una de las cajas, mientras él se sentaba en otra. La mujer colocó sobre la
mesa una olla, y una especie de cuencos, uno para cada uno. El hombre metió el
cuenco de Sibil dentro de la olla y lo sacó lleno de sopa, haciendo lo mismo
con el cuenco de su mujer y el suyo.
Sofía y “Gran Danés” se dieron las
manos, tendiendo las otras hasta la posición de Sibil. No sabía que pretendían
con eso, pero les cogió las manos. Bajaron sus cabezas y él les imitó cerrando los ojos. –Benedícite
Dóminum, his cibis sumatur, et recipere sanita te mundi, amén-. Dijo “Gran
Danés” con una voz sobria.
Sibil no entendía ni una palabra de lo
que decía, pero imaginó que era una forma de dar gracias a su Dios, o algo
parecido.
Levantaron la vista y comenzaron a
comer; Sibil degustaba la comida con deleite, no recordaba haber comido nada
tan bueno en su vida; en pocos minutos había apurado su plato.
–Échate un poco más-, dijo la mujer, que
parecía que estaba más tranquila.
– ¿Os puedo hacer una pregunta?-, soltó
de repente Sibil, -no os enfadéis.
–Dispara-, dijo el hombre.
–
¿Vosotros sois…?
-¿”Farsantes”?,
sí-, dijo Sofía, –pero preferimos que
nos llamen creyentes, o religiosos, nosotros no engañamos a nadie. (A las pocas
personas que todavía creían en alguna de las religiones se les llamaban “farsantes”, porque hace algún tiempo
intentaban convencer a los demás de que su religión era la buena; ahora estaban
perseguidos bajo pena de muerte).
Sibil bajó la cabeza; arrepentido.
–No te preocupes, estamos acostumbrados.
–He visto un vigilante antes de entrar
aquí-, dijo Sibil, mirando a la mujer.
–Nos han encontrado-, gritó ella,
asustada.
–Seguro que solamente estaba haciendo
una ronda-. Digo “Gran Danés”, intentando tranquilizarla; pero se notaba en su
voz un temblor de miedo.
Sibil les miró a los dos; él sabía que
los vigilantes no hacían rondas, él los había diseñado. Para eso estaban los
humanos. Con aquella flora era cuestión de minutos que los detectara el radar
del vigilante y entrase el ejercito en tromba a arrasar con todo y con todos.
–Debemos salir de aquí ya-, susurró
sibil, mirando hacia uno de los vitrales. Se veía una sombra sobrevolando el
edificio; los habían encontrado. “Gran Danés” miró donde miraba Sibil, en ese
momento el vigilante entró destrozando los cristales.
–Rápido Sofía, escóndete en la
sacristía-. Gritó el gigante. La mujer salió corriendo y desapareció en un
momento.
Un grupo de cinco hombres entraron
derribando la puerta principal. Rocco saltó sobre uno de ellos mordiéndole la
garganta y arrancándosela de cuajo antes de recibir un tiro que acabó con su
vida. Sibil cogió su arma y disparó contra el vigilante, mientras aquella
maquina siguiese volando seguiría mandando soldados. El aparato cayó con un
estruendo. Los soldados miraron atónitos al vigilante en el suelo. Era casi
imposible destruir esas maquinas y ese hombre había acabado con ella de un
disparo. Sibil apuntó a uno de los militares y disparó volándole la cabeza.
“Gran Danés” comenzó a disparar, pero se veía que no había disparado nunca. Una
de las balas perdidas impacto en el corazón de un soldado antes de que una
ráfaga de balas entrasen en su cuerpo. Sibil le miró ya en el suelo.
–Cuida de mi mujer, por favor-. Fue lo
último que dijo.
–Te lo juro por tu dios-. Pensó. Sibil. Comenzó
a disparar contra los soldados, pero otro grupo entró de inmediato. No tenía
salida.
Corrió hasta la sacristía; la puerta
estaba cerrada, pegó una patada y la abrió. En un rincón se encontraba la
mujer; llorando.
–Vámonos de aquí-, gritó Sibil. La mujer
se levantó y le agarró de la mano.
Rompió la puerta que daba al sótano y bajaron por las escaleras saliendo por el
agujero que había en la pared. La puerta principal estaba atestada de
militares, pero por la parte de atrás no había nadie, era un fallo que siempre
cometía el ejercito, y él lo sabía.
Salieron corriendo entre las sombras.
Ahora el Ex teniente Sibil fresh, además
de cuidar de el mismo, había jurado que cuidaría de aquella mujer embarazada.