Revista Diario

La guillotina en tiempos de Víctor Hugo

Publicado el 19 abril 2010 por David_pardo

Estoy en contra de la pena de muerte. Una de las cosas que mas me descoloca es que a lo largo de la historia se ha demostrado el morbo de algunas personas por ver una ejecución, es algo que jamás comprendí.

Acabo de leer un libro que se llama Último día de un condenado a muerte, un alegato contra la pena de muerte escrito por Víctor Hugo en el año 1829. Al final del libro viene un prefacio escrito por el autor en la edición de 1832, en él Víctor Hugo argumenta,rebate y presenta sus conclusiones acerca de la inutilidad práctica y la bajeza moral de la pena de muerte, en este prólogo nos cuenta, entre otras cosas, una historia que tuvo que sufrir un reo.

Aviso que la historia es bastante dura e impactante,
no se la recomiendo a personas sensibles.

 
En el sur, hacia finales del pasado mes de septiembre – no recordamos bien ni el lugar, ni el día, ni el nombre del condenado, pero lo averiguaríamos si nos discuten los hechos y creemos que sucedió en Pamiers-, hacia finales de septiembre, pues, fueron a buscar a un hombre a su celda, donde jugaba tranquilamente a las cartas: se le notifica que va a morir en el plazo de dos horas, lo cual le provoca temblores en todo el cuerpo, pues, tras seis meses sin que se acordaran de él, éste ya no contaba con morir.

Lo rasuran, rapan, lo agarrotan, hacen que se confiese. Luego, cuatro gendarmes lo arrastran entre la multitud hasta el lugar de la ejecución. Hasta aquí, nada más sencillo. Así es como se hace. Ya en el patíbulo, el verdugo lo toma de manos del sacerdote, se lo lleva, lo ata sobre la báscula, lo “empaqueta” – utilizo aquí un término del argot-, y deja caer la cuchilla.

El pesado triángulo de hierro se suelta penosamente cae rebotando entre las ranuras y, aquí comienza el horror, golpea al hombre sin matarle. El hombre lanza un grito terrible. El verdugo, desconcertado, vuelve a levantar la cuchilla y la deja caer de nuevo. La cuchilla muerde el cuello del condenado una segunda vez sin cortárselo. El condenado aúlla, la multitud también. El verdugo vuelve a izar la cuchilla una vez más, esperando que al tercer golpe vaya mejor. Nada.

El tercer golpe hace brotar un tercer arroyo de sangre de la nuca del condenado, pero no hace caer su cabeza. Abreviemos. El cuchillo subió y cayó cinco veces, cinco veces hirió al condenado, ¡cinco veces el condenado aulló bajo el golpe y sacudió la cabeza viva suplicando gracia! El pueblo indignado cogió entonces piedras y, tomándose la justicia por su mano, intentó lapidar al infortunado verdugo. El verdugo se refugió bajo la guillotina y se ocultó tras los caballos de los gendarmes. Pero aún no habíais acabado. El torturado, viéndose sólo en el patíbulo, se había levantado sobre la plancha, y allí, de pie, espantoso, chorreando sangre, sosteniendo la cabeza a medio cortar y que colgaba sobre su hombro, pedía con débiles gritos que vinieran a soltarlo.

La multitud, piadosa, estaba a punto de forzar a los gendarmes y de acudir en ayuda del desdichado que había padecido cinco veces su condena a muerte. En ese momento, un ayudante del verdugo, un hombre joven de unos veinte años sube al cadalso, le dice al condenado que se vuelva para que pueda desatarlo y, aprovechando la postura del moribundo que se entregaba a él sin desconfianza, salta sobre su espalda y se pone a cortarle penosamente lo que le quedaba de cuello con una especie de cuchillo de carnicero. Así se hizo. Así se vio. De este modo.

En términos legales, un juez tuvo que asistir a la ejecución. Con una señal podía haberlo parado todo. ¿Qué hacía este hombre, pues, metido en su coche, mientras que se masacraba a un hombre? ¿Qué hacía este castigador de asesinos, mientras que se asesinaba a plena luz del día, ante sus ojos, ante los resoplidos de sus caballos, ante el cristal de su portezuela?

¡Y al juez no lo han llevado a juicio! ¡Y al verdugo no lo han llevado a juicio!

(…) Aquello tuvo lugar después de julio, en un tiempo de dulces costumbres y de progreso, un año después del célebre lamento de la Cámara por la pena de muerte. ¡Y bien! Los hechos han pasado absolutamente inadvertidos. Los periódicos de París lo publicaron como una anécdota. Nadie se inquietó. Se supo que la guillotina había sido manipulada adrede por alguien “que quería perjudicar al ejecutor de tan altas misiones”. Se trataba de un sirviente del verdugo quien, para vengarse, le había cometido esa maldad. No era más que una travesura.

Víctor Hugo.

La guillotina en tiempos de Víctor Hugo

 


Sacado del libro: Último día de un condenado a muerte – Victor Hugo


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