Revista Literatura

La herencia de Damián

Publicado el 26 diciembre 2012 por Gasolinero

Estamos rodeados de exégetas al paño que analizan todo, arrimando el ascua a su sardina y agrupándonos a todos en su lucha falaz. Nos meten maniqueamente en grupos cómodos y explicativos, aplicando, dizque, insondables leyes sociológicas, por medio de faenas de aliño a quien les paga la nómina. Pero eso lo sabemos todos.

Hay tipos que tienen su minuto de gloria analizando sesudamente un anuncio de una casa de mortadela, emulando a Larra, concluyendo que todos los males acudirán a las Españas si aplicamos la filosofía del fabricante de chóped. En fin… sirvan estos párrafos como tributo a la actualidad y a éste medio que nos deja colgar estos ditirambos y volvamos a lo importante.Copy of VISA_GOLD

La Navidad si algo tiene son conversaciones. Con el paso de los años más. Es una época muy dada a que los que andan fuera, vuelvan a casa como el turrón. Los abrazos pascuales traen recuerdos, episodios antiguos matizados por el tiempo.

Damián, ahora un hombre hecho y derecho, no hace mucho era un zangolotino ojeroso, lánguido y sonriente. Recuerda uno, en otro orden de cosas, la fe de madre al belga de Molokai. Había colgada una estampa, enmarcada, que por medio de viñetas explicaba la vida del Padre Damián. El último recuadro ponía “Se inmoló”, bajo la imagen de un sacerdote con gafas redondas y teja negra.

A lo que íbamos. El padre de Damián era un próspero empresario, más malo que un dolor de muelas a media noche. La oficina del negocio (no recuerdo cual) parecía sacada de una estampa de principios del siglo XX. Burós de madera, máquinas de escribir negras, sumadoras de palanca. A los oficinistas solo les faltaban los manguitos y la visera. Allí no se oía ni una mosca, parecía que a los tipos de las máquinas les hubieses puesto algodoncitos. Los mentados oficinistas (covachuelistas, más bien) parecían cartujos silenciosos con la vista humildemente baja. El progenitor de nuestro protagonista se ensañaba especialmente con un oficial al que su mujer se la pegaba.

—¡Cornudo!

—Lleva usted razón.

La madre tenía una enfermedad decimonónica que la mantenía postrada y le impedía salir a la calle pues el aire fresco “no le probaba”. El tipo se aprovechaba y se iba por ahí todas las tardes acompañado de un mozo viejo sesentón que vestía de negro y miraba para afuera, como en panavisión. Recorrían todas las casas con bombilla en la puerta; acababan tocados. El padre de nuestro protagonista llegaba tarde a cenar, dando voces e insultando a la enferma. Ella, entre puntillas y suspiros, les contaba en voz baja a las visitas la mala vida que le daba el trueno de su marido.

Damián se hizo un mozo. La juventud le trajo el abandono de la empatía que profesaba por su madre y las promesas de que nunca sería un juerguista como su padre. No perdía vuelta. Se juntaba con los más golfos del lugar. A pesar de ello, acabó el instituto sin repetir ningún curso y llegó el momento de que se fuese a hacer una carrera. Empresariales, para que llevase el negocio familiar, en Alicante. Tenían un piso que heredaron de una tía segunda soltera.

Antes de salir rumbo al futuro, el padre le entrego una tarjeta de crédito, una Visa Oro a su nombre y sin límite.

—Gasta lo que quieras, que lo haces de tu herencia.

Y gastó.


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