Revista Diario

La historia del Timor (I)

Publicado el 25 abril 2012 por Blopas

Esta es una anécdota en partes: la 44ava en la saga del Dr. Kovayashi.

Viento en popa (II) | Continuará…

Makraff reapareció en la cubierta antes de que el doctor pudiera recitar de memoria el número atómico de los metales alcalinotérreos. Traía consigo una bandeja con dos jarros de cerámica, utensilios y dos platos de alpaca obsesivamente bruñida. Con un ademán, el capitán señaló en la popa un área de sombra bajo un bote salvavidas; allí se sentaron a esperar un almuerzo que, hasta entonces, brillaba por su ausencia. “Esta situación”, razonó Kovayashi, “podría significar tres cosas. Primero: la interrupción para comer es una excusa para evitar mi curiosidad por los indígenas. Segundo: el Timor posee más tripulantes, como mínimo un cocinero. Tercero: Makraff siente una necesidad imperiosa de hablar con alguien y ha encontrado en mis monos y en mí seis orejas abiertas.” Sea como fuere, la inquietud del doctor se había expandido como la luz luego del chispazo en un arco voltaico. Por eso, y sin dejar de considerar la probabilidad conjunta de las tres alternativas, Kovayashi decidió darle al capitán la chance de explayarse sobre lo que deseara hablar.

- “La historia de este barco es larga, y como usted imaginará, repleta de aventuras, peligros y sinsabores, doctor. No espere relatos de loros, ni patas de palo, ni cubas de ron, puesto que aquí no hay piratas; al menos no de aquéllos. El Timor y yo hemos convivido por más de 35 años sobre las aguas de este mismo río y todos sus afluentes, desde las nacientes hasta el inmenso mar. Fue justamente en la costa del Caribe donde una noche, siendo yo apenas un adolescente vanidoso y graniento, logré encontrar a Van Rees.”

- “¿Y quién diablos es Van Rees?”, preguntó intrigado Kovayashi, especulando que tal vez se tratara del cocinero.

- “Era un holandés, el dueño original del Timor, un bastardo semienano y colorado que durante sus momentos de sobriedad hacía florecer el comercio de indígenas en la cuenca del Amazonas. Seré preciso, Van Rees recorría los ríos en busca de tribus con indiecitas turgentes, de piel cobriza y lustrosa. Y era muy diestro en lo suyo, por cierto. Sus mercancías alcanzaban precios altísimos en los puertos de ultramar. En ocasiones juntaba hasta 2 ó 3 en la bodega y las iba rustificando hasta que, a su juicio, ya estaban suficientemente acondicionadas para la venta, usted me entiende… Pero no vaya a pensar que lo considero un bastardo por eso. Por Dios, no.”

- “¿Es usted católico, Sygmund?”, preguntó de repente Kovayashi al notar la cantidad de veces que el capitán había puesto a Dios en su boca, y dejando un tanto de lado el relato.

- “¡Válgame Dios, que no! Sólo que me encanta usar ese nombre. No creo en él, ni en su amor ni en su justicia. Es más, si existiera, ya tendría que haberme hecho fulminar por un rayo o devorar por una criatura de los remolinos.” Makraff hizo una pausa, entrecerró los ojos y apoyó la mirada sobre el horizonte, signo de una intensa actividad mental. Luego prosiguió. “El caso es que encontré a Van Rees en una taberna de mala muerte. Tuve que sobornar al negro de la entrada, era la forma habitual de ingresar. El cantinero me lo señaló enarcando una ceja mientras me servía un brandy. El local estaba mal iluminado, lleno de humo respirado. Pero mi vista era buena. Volcado sobre una mesa del fondo y borracho como una cuba divisé al holandés. Lógicamente, me acerqué con cautela. El muy zorro abrió los ojos cuando me senté a su lado. Escuchó en silencio y con atención mi historia y, vaya a saber por qué razón, tal vez por mi porte, asintió. A la madrugada del día siguiente ya habíamos zarpado. Sólo pedí una litera, comida diaria y unas pocas monedas que me permitieran hacer mis cosas en cada puerto. Claro está, a cambio yo debía facilitarle el trabajo, ya sabe, el comercio, los secuestros, las indias y algunas actividades más. En esas condiciones trabajé varios años para Van Rees.”

- “¿Y qué pasó después? ¿Qué se hizo de Van Rees?”

- “Por todos los santos, sea paciente, doctor… Con Van Rees aprendí el negocio a la perfección y estaba seguro de poder llevarlo adelante por las mías, incluso mucho mejor que él. Pero el bastardo había cumplido siempre su palabra, tanto conmigo como con el resto de la tripulación, y…”

- “¿El resto de la tripulación? ¿Es que hay más personas en este barco?” , interrumpió Kovayashi, satisfecho de ver confirmado el segundo de sus razonamientos.

- “Válgame Dios que sí. ¡Qué olvido el mío! Ellos son Patinho y El Palmera. Ambos trabajan en la cocina, limpian, bajan a tierra, cumplen órdenes diversas. Los muy malditos son gente de temer, pero sin ellos estaríamos muertos en muy poco tiempo. Es decir, tal vez pronto lo estemos de todas maneras; y en particular, yo.”

Las colas de David y Nikola, que habían escuchado con atención el relato del capitán Makraff, se enroscaron sobre sí mismas ante la simple idea de perecer en el intento de llegar a Buenos Aires.

Continuará…

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