Esta es una anécdota en partes: la 38ava en la saga del Dr. Kovayashi.
< Por la amistad que nos une | Continuará…
Tanto demoró la pareja de micos en arrastrar el cadáver hasta la hoguera que el doctor comenzó a perder la paciencia. Por su mente se arremolinaban imágenes. Una inundación cubría un caserío. En la hondonada, serena, el agua reflejaba el sol y las nubes. El paso del tiempo y la evaporación hicieron que el pueblo reapareciera. A pesar de que los viejos habitantes se alegraron, ninguno pensó en regresar. Todo allí estaba perdido para siempre. Así creía Kovayashi que era su paciencia, una delgada lámina de agua que por la proximidad de las llamas se transformaba en vapor y dejaba al descubierto un humor agrio con el que era mejor no enfrentarse.
“En ciertas ocasiones, la vida (o la muerte) se emperra en complicarnos los pasos con situaciones difíciles de comprender”, pensaba también Kovayashi mientras se agachaba para levantar al Sr. X por la melena. “Este pobre infeliz pudo haberme aniquilado una y mil veces con sólo dar una orden. Encerrado como estuve en esa celda debí esperar su designio. Sin embargo, aquí estamos ambos ante el fuego; yo, vivo, y él frío como el mármol. Decidir el destino de su osamenta atormentada, vaya tarea. Pero el favor que me pide… ¿Será que realmente existe un vínculo entre nuestras almas? Porque de ser así, no lo reconozco. Nada creo, nada siento, nada veo. Esta selva ha convertido mi sensibilidad en un cuero ajado, en una corteza putrefacta.” Poco a poco, aquel sentimiento de impaciencia se había ido modificando, y para el momento en que gritó su decisión, el doctor sentía una gran irritación consigo mismo.
- “¡Al fuego con él!” El alarido sorprendió a Nikola y a David, que tomaron al Sr. X por los pies y al tercer balanceo lo soltaron. A causa de la rigidez, el muerto se quemó como una madera dura. Tardó en encenderse, pero luego sus llamas enfurecieron la hoguera y el humo de sus músculos carbonizados ahuyentó a los mosquitos. Los tres miraron cómo se deshacía. Primero sus ropas y el pelo, luego sus facciones, después los miembros y, por último, el tronco. Sentado sobre una de las jaulas, Kovayashi llamó a David y le entregó el sobre con el dinero malhabido. “Tirálo dentro”, le ordenó. Mas David, trémulo y cariacontecido, demoró un instante como si viera en esos euros algo de verdadera importancia para un primate.
- “¡¡Tirálo ya, mono de mierda!!” Y David arrojó el sobre a la hoguera.
Después de quemar todas las aves y las jaulas, el doctor, Nikola y un desconsolado David partieron en medio de la noche rumbo al embarcadero que mencionara el Sr. X en la nota. Kovayashi debía estar pensando en lo bueno de haber retomado la marcha, aun cuando esa noche sin estrellas fuera la más oscura de su vida, o en los posibles caminos a seguir, o en que el humo del Sr. X tal vez estuviera viajando hacia la tumba de sus familiares para depositarse sobre ella. Pero el doctor no pensaba en nada de eso. Simplemente caminaba en silencio. Aquella irritación había mutado en tristeza. Una tristeza tan inmensa como difícil de comprender.
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