Revista Talentos

La Ibera de Fernando Fajardo.- Gracias por dedicarmelo amigo.

Publicado el 21 septiembre 2015 por María José Luque Fernández @sonrisasdecamaleo
Hoy me hicieron un hermoso regalo y lo quería compartir...... de +Fernando Fajardo . Muchas gracias por
brindar la creación de tu pluma a mi persona.Fernando Fajardo compartió por primera vez en EDUPSIQUE: Narrativas Multiformes. (RELATOS):LA IBERA (Dedicado a Maríjose Luque Fernández "Sonrisas de Camaleón")
Tenía la venusta simetría propia de las hijas del Mediterráneo hispano y, en la redondez de sus caderas, guardaba el poder del cinturón de Afrodita. Su piel había adquirido, con el incomparable Sol de la Tarraconensis, ese tono que la hacía parecer una estilizada estatua de bronce; igual que aquella que representaba a la diosa del amor y que había visto de niña erguir su hermosa figura en el peristilum de la domus en la que residía el procurador romano, cuando jugaba ante la gran puerta posterior por la que también se podía acceder al atrio ajardinado de la gran casa.
El óvalo de su cara era grácil y armonioso, con un encantador hoyuelillo en el mentón que le daba un aire travieso. Nunca el Olimpo vio en deidad femenina alguna ojos tan grandes y vivaces como los suyos en cuya luminosa mirada se podía distinguir una expresión de despierta inteligencia. Llevaba el pelo recogido con una diadema de seda en blanco y oro deslizándose dos mechones del color de la miel desde sus sienes.
A esa hora el molesto viento de levante había detenido su desbocado vuelo, y el mar, con su juego de azules y albores, rompía lánguidamente en la orilla acariciando con suavidad la arena tal como un Leandro haría con su amada Hero.
Sentada sobre la sílice, sus iris de avellana miraban sin ver navegando su pensamiento por el huidizo horizonte. Descansó la cabeza en la roca que le ofrecía su regazo y suspiró con tristeza. Los sentidos que vagaban volvieron con ella al cabo de un rato mientras las gaviotas, desde la bóveda infinita, la miraban curiosas. La bella muchacha se puso en pie con la gracia de una náyade, y tomó el ánfora rojiza que había llenado de agua en la fuente de las afueras de Terra Maris, hacía ya de ello un buen rato, junto al templo de Juno.
Volvía a casa y, mientras se alejaba pensativa, las olas parecían darle alientos con su arrullo.
* * *
Su hogar se alzaba junto al mercado, no muy lejos del puerto donde se mecía una miscelánea de mercantes junto a una flotilla de trirremes romanas que se cuidaban de los piratas cilicios. El sonido del menaje y las voces familiares se vertía a las calles por las abiertas ventanas de las casas para combatir el bochorno nocturno. Era la hora de la cena, cuando alrededor de la mesa los hombres hablan de los afanes y fatigas de la jornada que se deja atrás antes de entregar el alma a Hipnos(1). De espaldas a sus hermanos, la joven echaba junto al fuego el sustento en unos platos de barro. Las voces infantiles volaban como vencejos sobre las tablas gastadas esquivando las recriminaciones maternas. Pero la chica no las oía. Su mente todavía permanecía en la playa, en aquellas arenas que eran las insobornables guardianas de su más dulce secreto. De cuántas caricias, de cuántas promesas - se preguntaba - , habría sido mudo testigo el arenal añejo. E hincada a su corazón esclavo de la angustia, cruel como la desgracia misma, le susurraba sutil y embriagadora la esperanza. ¡Oh dioses, la esperanza!, ¿qué mayor tortura ideó el Olimpo que ese vano anhelo disfrazado de benefactor remedio, tan esquiva su consumación como el agua para Tántalo(2)? Así, por su causa, el recuerdo del dueño de su alma era ahora un Orco(3) y un Elíseo(4) al mismo tiempo, una dual pasión que a su corazón igual hería que aliviaba. Tal era su sentir por la terrible realidad del cautiverio del hombre a quien quería. Dolor al que sólo volvía soportable la vehemente ilusión - la cual le parecía a veces tan fútil que la hacía sentirse estúpida - por su reencuentro. Pues al otro lado del horizonte, a donde se escapaban a diario sus pupilas, se lo había llevado Roma. La misma Roma que dominaba todo el mundo conocido, poderosa, cruel... implacable.
Fue depositando los platos ante cada uno de los pequeñuelos hambrientos en silencio, seguida por la mirada de su madre que con pesar veía reflejada en su hija su propia historia. Tras excusarse de la cena, la ibera salió por una puerta posterior y fue al encuentro de la noche que aún matizaba de añil oscuro la bastilla de su umbría capa. En las alturas la Luna y las estrellas semejaban joyas que un dios hubiese esparcido a su capricho sobre un paño de terciopelo negro.
La joven apoyó la espalda en el zaguán, y se quedó mirando el espectáculo celeste sintiendo sobre sus hombros desnudos la tibia caricia del terral. Luego de unos instantes, apartó sus ojos del cielo nocturno y avanzó despacio hacia donde rumoreaban las aguas, ahora oscuras, en las que rielaban sobre su superficie los destellos de los hachones encendidos en el muelle y en los castillos de proa de las fondeadas naves de guerra. Un pequeño grupo de barcas de pescadores dormía sobre la grava de la ensenada próxima soñando tal vez con encalmados mares y redes henchidas por la pesca. La chica se sentó sobre la borda de una de ellas, y preguntó al piélago eterno por su amor ausente. Mas éste permaneció callado. Entonces, acompañando el rumor de las ondas en la rada, se escuchó la melodía patética de un llanto.
1- Hipnos: dios que personificaba el sueño en la mitología griega.
2- Tántalo: en la mitología griega Tántalo era rey de Frigia, hijo de Zeus y la oceánida Pluto, que por sus crímenes fue condenado a padecer hambre y sed eternamente, retirándose de su alcance los alimentos y el agua cada vez que  intentaba asirlos.
3- Orco: el infierno de la mitología romana (equivalente al Hades griego). A él iban a parar los muertos. La expresión infierno no debe de ser entendida con el mismo significado que en el cristianismo, sino más bien, como "inframundo".
4- Elíseo: lugar al que iban después de la muerte los héroes, hombres notables, o aquellos que se distinguían por su nobleza y bondad en la mitología griega y romana.
* * *
En el lomo de la colina que la estación amarilleaba, bajo el azul intenso de un cielo amable, se erguía un roble centenario. Muchos decían que ya existía mucho tiempo antes de la llegada - hacía varios siglos ya - de los primeros romanos invasores. E incluso algunos de imaginación más vivaz que los mismos dioses habían nacido con él. Las ramas cuajadas de verdor proyectaban su vivificante sombra sobre una anciana que disponía unas flores para honrar a quien descansaba por siempre abrazado a la tierra. Sus ojos color de avellana recorrían el nombre grabado en la pulimentada piedra, mientras con su rugosa mano, antaño suave y firme, apartaba la arenilla y las briznas de hierba seca adheridas al túmulo. Dos años hacía que su compañero moraba ya al otro lado del Leteo(1).
Llena de amor y nostalgia, la anciana mimaba aquellas piedras como si de el mismo ocupante de la tumba se tratase, y por las noches, cuando en el lecho recordaba, una cálida luz tomaba acomodo en el fondo de su alma y hablaba en la oscuridad con el marido ausente de todas las cosas, chicas y grandes, de su mundo de achaques y de canas. Siempre leal, algunas veces desgraciada, su vida en líneas generales había sido plena. Tuvo dos hijas que le dieron nietos a los que malcriaba con amor absoluto. Salió adelante en el singular campo de batalla que es la vida humana y, sin una queja, aceptó lo que los dioses quisieron ofrecerle. Había sido hermosa y amado mucho. Tanto que, sin dudarlo, otrora llegó a sacrificar aquella belleza por quien amaba.
Tomó un puñado de flores frescas con las que confeccionó un ramo nuevo. A su lado, junto a un cubo con agua, se amontonaban paños, filástica, y las flores ya marchitas que había retirado. El sol hacía aparecer a la vista, con sus potentes rayos, más pálida todavía la lisa superficie del encalado sepulcro; y en aquel brillar, a la anciana le pareció observar el de los masculinos ojos que un día creyó que nunca más volvería a ver. E igualmente, en ese mismo instante, recordó las lágrimas - ¡Ecástor(2), hacía de eso tanto tiempo! - que en una noche despejada vertió por ellos junto al Mare Nostrum. También acudió a su mente el momento aquél en que los dioses lanzaron sus dados marcados.
Fue una mañana llena de esa luminosidad mágica del oriente hispano.
Los galeotes de una de las naves de guerra que estaban fondeadas en el puerto y que, mecidas por la mar, la habían visto llorar unas noches atrás al amparo de unas barcas de pescadores, paseaban sobre su cubierta. Ella los contemplaba con el corazón lleno de pena, temor y rabia, viendo en su desgracia el mismo destino amargo al que habían condenado al hombre que llevaba perennemente en el pensamiento. Bajo la atenta mirada de los soldados aquellos desgraciados, que vivían la mayor parte de sus días acompasando sus movimientos al golpe de remo que seguía el ritmo impuesto por el timbal del ortatus(3), respiraban un poco de aire puro. Encadenados por parejas aprehendían con los sentidos vibrantes la luz, los sonidos y olores que les traía desde tierra la brisa. La ibera reparó en que, escrutando sobre la borda con expresión febril, había un hombre. Era un forzado enjuto, sucio, y en su mirar ardía al unísono el dolor y el odio. Al verlo - en un primer momento no pudo reconocerlo - , su ser se abrió como hendido por un cuchillo. Dio la espalda a la nave, apretó los ojos unos instantes, y con una sensación de ahogo en el pecho se alejó de allí, mientras una multitud de esclavos y hombres libres, tanto en pequeñas barcas como moviéndose en largas filas a longo del muelle, aprovisionaba a la flota romana que zarparía a la mañana siguiente para intentar dar caza a los piratas y ya no volvería hasta pasado mucho tiempo. Quizá nunca.
La vieja mujer apartó de sí un instante sus recuerdos.
Arrodillada, se inclinó y depositó un beso sobre la pesada losa vertical de la sepultura que guardaba fielmente a su dormido compañero. Luego, se sentó sobre la hierba dorada por el estío. Entonces los fantasmas del ayer volvieron a asaltarla. Su mente la llevó de regreso a la noche sepultada en las simas del tiempo y la memoria. La misma noche en la que, envuelta en su manto y en las sombras, subió con el corazón latiendo con fuerza en su pecho la estrecha pasarela de aquella gran galera que lucía como emblema una terrible águila en su vela. Y al recordar la mirada lasciva de aquel romano sintió como entonces un estremecimiento de miedo y asco. Después, gracias a los dioses, aquel praefectus classis(4) cumpliera su parte del trato. Ella guardó el secreto tan bien como aquel otro fue guardado por las leales arenas de la playa brava. Mas ese oculto holocausto suyo había permitido que pudiese vivir abrazada cincuenta años al corazón que ahora lloraba.
Una mujer que acompañaba a la anciana, la más joven de sus dos hijas, y a la cual había regalado sus ojos y sonrisa, la advirtió de que ya era hora de regresar. Al descender la colina, a mitad de camino, la anciana se volvió por un instante. Hasta pronto amor mío, dijo susurrando. Las ramas del roble se agitaron y, disimulada en su rumor, le pareció que una voz conocida la llamaba desde muy  muy lejos.
La encontraron al día siguiente en la cima, recostada sobre la tumba, cubierta por el rocío de la mañana. Vestía su anciana delgadez con la misma túnica con la que se había casado. Su rostro arrugado tenía una expresión de tal serenidad que semejaba estar dormida, y una blanca diadema de seda, bordada en oro, le ceñía los cabellos canos.
1-Leteo: río que en la mitología griega los muertos debían atravesar y que, una vez bebían sus aguas, olvidaban el camino de regreso al mundo de los vivos.
2-Ecastor: exclamación de sorpresa usada por los romanos que equivalía a nuestro ¡caramba! o ¡caray!. Esta expresión estaba reservada a las mujeres; los hombres, tenían la suya propia: edepol.
3-ortatus: miembro de la tripulación de una galera encargado de marcar el ritmo de las distintas bogas que ordenaba a los remeros llamados galeotes.
4- praefectus classis: alto oficial al mando de una flota en la Armada romana.
FIN

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