La ignorancia de la razón

Publicado el 20 abril 2015 por Isabel Topham
Durante sus últimos meses de vida vivía dentro de una burbuja que le impedía conocer gente que le pudiese ayudar y, por consiguiente, pudiese salvarle. Padecía un síndrome raro, del cual nadie podía dar crédito a lo que escuchaba siendo a su vez, incomprensible para todos (excepto para él). Sin embargo, no sabía nada más que se iba a morir. Tan sólo tenía 9 años de vida, y cómo iba a morir tan joven si ni siquiera había hecho el 10 % de todas las cosas que quería hacer antes de morir. Era extremadamente delgado, se le notaban las costillas a los extremos; el pelo estaba bastante alborotado y era de un color castaño oscuro; por otro lado, llevaba siempre colgado al cuello un colgante de una tabla de surf. Aunque, nunca había practicado surf, pero sí le gustaría hacerlo algún día; sino por imitación de su serie favorita.
Su madre estaba preocupada por su salud, desde que alguien le metió esa idea absurda en la cabeza en el colegio no quiere comer nada. Absolutamente nada. Empeñado en que se iba a morir, decía que para qué iba a alimentarse entonces. Si total, el destino era lo que era.
Poco a poco, fue enfermando, iba de mal en peor. En cambio, él se encontraba raro, por un lado sonreía plácidamente de saber que tenía la razón; mientras que, por el otro, no quería tenerla. No sabe qué hay detrás de la muerte, y si la vida esconde algo o, simplemente, se deja de existir. En cualquier caso, quería seguir viviendo pero, sabía que eso no era posible.
Un día, y harta de pelear su madre con él para que fueran al médico a ver qué le pasaba, y si era grave la situación, o verdad lo que decía; pude escuchar cómo su madre hablaba con el médico por teléfono y, justo en ese momento, oyó su nombre. Le estaba intentando convencer para que le atendiese un médico en casa, porque según ella (y todos) estaba loco. A lo mejor, el loco eran ellos; seguía pensando él, pero esta vez, con lágrimas en los ojos. De impotencia o rabia. En cuanto escuchó a su madre despedirse del médico, y asentir tres veces seguidas con la cabeza, corrió hasta la cama para arroparse y coger la postura en la que estaba antes de que entrase por la puerta para ver qué le pasaba, o para saber si había mejorado. Y para avisarle que dentro de un par de días venía el médico a visitarle. Querían saber a ciencias ciertas qué le pasaba para comportarse y pensar de esa manera.
Asintió, y acto seguido, se llevó la manta hasta cubrirle la cabeza mientras daba media vuelta en la cama y podía escuchar a su madre irse de la habitación despidiéndose de él antes de cerrar la puerta, con bastante rabia y haciendo mucha fuerza para no volver a llorar (o, al menos, no delante de él). Una vez que escuchó cerrarse la puerta, se giró involuntariamente como sin creerse por un momento la situación, y se volvió hacia la ventana. Que es como estaba.
Nada. Tan sólo un suspiro. Los días que quedaban para que fuera el médico pasaron exactamente igual. Ni una tomadura de pelo, como quería esperar su madre; ni una muestra de afecto seria en cuanto a su enfermedad según él.
Eran las 5 pm y su madre ya había quedado con él; no solía llegar tarde nunca pero, esta vez se retrasó un par de minutos en llegar. Se disculpó por ello, antes de que su madre le señalase el camino hacia su habitación y con un gesto de amabilidad se dirigió hacia allí. Llevaba un maletín y vestía algo coloquial para ser médico. En cuanto llegó, se arrodilló en la alfombra que había puesta justo debajo de la cama y abrió el maletín. Cogió todos aquellos cacharros y, uno por uno, le fue dando uso haciendo lo que siempre que hacía cuando iba a su consulta. O iba cualquiera que se encontrase mal como para ir al médico. En cambio, se giró con gesto de preocupación y sus palabras hilaron su sangre al mismo tiempo que sentía como, poco a poco, se fue acelerando el corazón.
─ Me temo, decirle que… su hijo tiene razón. Le quedan poco tiempo de vida… ya nadie puede hacer nada.─ seguidamente, se volvió a girar hacia él, mientras pudo escuchar como su madre rompió a llorar. Y, muy seriamente, le dijo: Damian, ahora que sabes la verdad, y que sólo tú estás en lo cierto, prométeme una cosa.
En ese momento, sentía una sensación rara. Entre ganador y vencido, quería tener razón sí y quería demostrar que todos se equivocaban, también; pero, no se quería morir. O, al menos, no ahora. Así que, se limitó a decir que, por miedo a lo que pudiese suceder antes, se tuvo que aclarar la garganta, tosió un poco, y tartamudeando la primera sílaba dijo─ di-i-me.
─ Que, antes comerás algo. No querrás que toda tu familia y amigos te recuerden de esta manera, ¿verdad? ─y, convencido de su respuesta, salió de la habitación, poniendo un brazo sobre el hombro de su madre, a modo de consuelo; o, al menos, para dar credibilidad al asunto; y, sin que nadie se diese cuenta esbozó una sonrisa mientras le guió un ojo. A su vez, le susurró al oído: Tranquila, no es cierto. O, al menos, no de momento. A veces, la peor enfermedad es aquella que te hace creer incluso en tu mentira. Y, para eso, sólo hay una cura. Partir de la propia ignorancia hasta llegar a la razón. Tú cédele la razón pero, hazle ver, que no es cierto. Sólo así, serás capaz de despertarle. Sólo así, volverá a ser él.
Y, levantando lentamente la cabeza, aún con el pañuelo en la mano de sonarse la nariz y con las lágrimas en los ojos; se quedó boquiabierta de todo lo que le había dicho en ese último minuto. Sin poder creérselo, y ya con una leve sonrisa dibujada en sus labios, no fue lo último que escuchó.
Eso sí, sigue fingiendo.