La pesadez del verano le resultaba comparable con las pocas ganas de ir a trabajar que tenía durante el año. Para Alfredo, soportar en plenas vacaciones de días tan calurosos era un suplicio. Su cuerpo excedido en grasas parecía cubierto en todo momento por un sudor aceitoso que brotaba casi por inercia de los poros de su piel.
Su hermano lo había invitado al mar en compañía de unos primos, pero el sentido de la vergüenza le había impedido aceptar. Se sentía una masa amorfa, un motivo de risa para los demás. Por eso, optaba por pasar los días de descanso en su casa, donde como cada año armaba la pileta de lona en la que se dejaba caer cada tarde con el fin de combatir las altas temperaturas.
El problema comenzaba después, una vez que abandonaba la pileta. En la casa el calor arreciaba y para ahorrar dinero no había instalado el aire acondicionado que tanto le recomendaban sus pocos conocidos. Por un lado, estaba lejos de su alcance en materia económica. Por el otro, por más que hiciera el esfuerzo para adquirir uno, luego tendría que afrontar los gastos de energía y de solo pensarlo, le daba más calor.
Siempre se las había arreglado con un ventilador de pie, robusto, con aspas de metal. Pero su querida compañía veraniega decidió averiarse definitivamente la tarde anterior. Esa mañana había sido un suplicio porque se había visto en la obligación de ir hasta el centro de la ciudad a buscar un reemplazo.
Los precios lo asustaron. Los números se veían más grandes y amenazadores que otros años. Sospechó que difícilmente llegaría a un ventilador de la misma calidad que el anterior y acertó. Tuvo que conformarse con uno de pared, con paletas de plástico.
Durante la tarde el agua lo protegió, lo acurrucó en sus brazos frescos y le permitió escapar del asedio del calor, que daba la impresión, derretiría desde las plantas hasta el último ladrillo de su vivienda.
Cuando salió de la pileta, tuvo la sensación que una brasa lo envolvía y no hubo necesidad de encender el televisor para comprender que la temperatura en la ciudad estaba cerca de los cuarenta grados centígrados. Recordó entonces que debía instalar el ventilador de pared. Para entonces, seguía mojado, aunque ya no era producto de la pileta, sino de la transpiración.
A duras penas buscó el taladro y las mechas. La caja sin abrir descansaba cerca del lugar donde lo iba a colocar. Tuvo que abrirla para averiguar el diámetro correcto de la mecha para agujerear la pared. Tomó las medidas con parsimonia, deteniéndose cada veinte segundos para pasar una toalla por la cara para quitar el sudor.
Luego, imaginando ya el alivio que le proporcionaría el aparato instalado, puso en marcha el primer agujero. El taladro giró en el máximo de sus revoluciones penetrando con furia el ladrillo. El polvillo rojo que iba dejando a su paso el aguijón de metal se esparcía en el aire en la misma medida que Alfredo hacía presión sobre la herramienta. Alfredo sentía como las minúsculas partículas del ladrillo se iban pegando a su cuerpo, adhiriéndose con facilidad a la humedad que lo bañaba en una fina y pegajosa capa.
El primer agujero ya era un hecho. Introdujo un tarugo y confirmó con éxito el primer paso. Puso en marcha el segundo, no sin antes pasar una vez más la toalla - que había perdido para entonces la blancura original - por su cara y los hombros. El sonido hiriente del motor del taladro, sumado al de la mecha incrustándose en la pared, ocupó la habitación. Pero en los oídos de Alfredo solo había lugar para el que vendría más tarde, producido por el ventilador que aún descansaba en la caja a medio desembalar.
El polvillo rojo parecía llover alrededor del taladro. De repente Alfredo sintió el impacto de la mecha en una superficie diferente y apagó raudamente el taladro. Retiró la mecha y se acercó para observar por el orificio. Lo peor que le podría pasar es haber perforado un caño de agua. Apenas si podía divisar algo. Con ayuda de una linterna alcanzó a divisar a cinco centímetros de profundidad una mancha blanca sobre el ladrillo.
No era un caño, al menos de plástico. Había comprado la casa a duras penas con ayuda de un crédito hipotecario siete años atrás y jamás había necesitado recurrir a los planos para cerciorarse de la ubicación de las conexiones de los servicios. Desconocía además los materiales que se habían usado en la construcción.
Dudó entre seguir perforando y buscar otra ubicación. Pero tras vacilar unos instantes, volvió a la carga. A pesar de ser una superficie más sólida, la mecha avanzó un centímetro más. Las motas de polvo dejaron de ser de tinte colorado, para transformarse en blanquecinas. Alfredo detuvo el percutor y volvió a investigar el agujero.
Buscó un destornillador y lo introdujo. Al retirarlo comprobó el polvillo blanco que tanto le llamaba la atención. Solo necesitaba colocar el ventilador, pero aquello representaba un misterio. Lo notó más áspero que el plástico pero no parecía material de construcción. Se llevó un poco a la boca, pero no tenía sabor.
Le dio vueltas al asunto un buen rato, sentado a la mesa, mientras comía un alfajor helado. Cuando lo terminó, tenía una resolución tomada. Investigaría.
Fue por más herramientas, entre ellas una masa y un cincel. Sacaría solo un ladrillo, tratando de no romperlo. Algo de material tenía en bolsa y podía arreglarlo más tarde. Si allí había que obstaculizara la colocación del ventilador, debía saberlo.
Rompió alrededor del ladrillo con el cincel con sumo cuidado, tratando siempre de hacerlo sobre la mezcla firme que lo rodeaba. De a poco fue logrando lo que se proponía hacer. En pocos minutos, el ladrillo estaba prácticamente desprendido de la pared. Cinceló con mayor profundidad con el fin de desprenderlo completamente. La pieza roja se movió ligeramente y de un tirón lo quitó de la pared. Ahora tenía delante un hueco desde el que podía apreciar mejor el centro de la pared de treinta centímetros. Dejó las herramientas en el suelo y usó la linterna.
Allí estaba lo blanco, abarcando más de lo que se imaginaba. Trató de seguir el contorno pero entonces quedó paralizado, para luego dar un brinco hacia atrás. Lo blanco, ese material que había atravesado con el taladro y que había desprendido ese polvillo que tanto le había llamado la atención, tenía forma. Y sus conocimientos eran los suficientes como para entender lo que estaba atrapado en la pared de su casa. Ante sus ojos, había un hueso humano. Uno que se parecía a una clavícula.
A pesar del calor, sintió frío. Debió sentarse. ¿Qué hacía un hueso en la pared? Tomó otra vez el cincel y siguiendo su instinto, atacó la pared alrededor del hueco. No le importaba ahora cuidar si golpeaba el ladrillo o alrededor del mismo. El aire del lugar se llenó de polvillo. Alfredo no se detuvo ni para tomar agua. El sudor le caía por todo el cuerpo. Se detuvo una hora más tarde. Incrédulo. Horrorizado.
Había picado una pared completa, a una profundidad de entre diez y quince. Podía contar al menos cinco cráneos y un centenar de huesos de todos los largos y formas. Dejó el cincel y la masa en el suelo. El aire viciado le habría molestado en una ocasión distinta. Aún sentía el eco de los golpes en los oídos, pero no podía impedirlo. Tampoco encontraba explicación de lo que estaba siendo testigo. Miró alrededor y contó las demás paredes. ¿Cuántos más habría? De repente el calor perdió importancia. Su piel impregnada de polvo, destilaba horror.
Ya de pie, se encaminó hasta el teléfono. Mientras hilvanaba las palabras que diría cuando contestaran del otro lado, en dependencia policial, recordaba la invitación de su hermano. ¿No preferiría en esos momentos unos días de humillación en lugar de tremenda revelación? Le resultaba difícil pensar una respuesta. La línea empezó a llamar.