Le pasa a todo el mundo: despertar de la inmortalidad, es decir, darse uno cuenta que es mortal, que puede morirse en cualquier momento y que no hay opción contra eso.
Yo desperté un día luminoso del Periodo Especial en que mis padres me enviaron por primera vez solo al médico. No recuerdo qué tendría, si fiebre o una cortada, pero me tuve que ir andando sin comprenderlo muy bien. No pasaba nada por la Carretera Central y permanecí allí un par de horas bien íntimas, escuchando moscas. Una carretera sin autos tiene ese enorme poder sugestionador: mi cerebro estaba fascinado con la idea de la muerte. De hecho, es lo único que recuerdo además de que parecía domingo, un domingo estático y sangrando sin sangre en una carretera sin autos, no sé si me entienden.
Antes jugaba a aterrorizar a mi hermano con la idea de la oscuridad total. De estar atrapado en esa nada negra para siempre. Y mi hermano lloraba. Puedo entender que sentía asfixia. Yo no, seguramente porque en el fondo nunca creí que la muerte fuera algo demasiado terrible.
Sentía angustia, pero creo que no tanto hacia la muerte como hacia el hecho de que no había poder alguno en contra de la muerte. La muerte en sí es un asunto menor. Al hombre le asustaría igualmente no poder morir, no poder descansar, podrirse en vida. Al hombre -como aquel cuento de Piñera sobre el tipo que quiere dormir y al levantarse la tapa de los sesos tampoco lo consigue-, le haría feliz poder salirse, porque sería una opción a su favor. Al hombre -y a mi hermano- le desespera la falta de opciones.
En mi casa, por ejemplo, teníamos un almendrón pero no gasolina. Si mis padres eran tan impotentes ante un hecho como la falta de combustible, que a la larga es un problema menor en la vida moderna, cómo no serlo ante el fenómeno de la muerte. Mis padres tenían justo el poder limitado de sus brazos, y lo que podrían hacer con esos brazos. Nada más. Ambos, raídos, flacos, preparaban el fogón de leña para hervir ropa, y el humo les irritaba los ojos hasta sacarles lágrimas. Apenas la crisis les dejaba espacio para asuntos tan inmediatos como qué hacer para comer esa tarde. Estábamos jodidos. Habíamos perdido la iniciativa. Me mandaron solo al médico.
Luego el país remontó. Vendimos el almendrón. Algunos hermanos se fueron y comenzaron a enviar remesas. Olvidé el asunto, y volví a ser inmortal. Ser inmortal es tener opciones suficientes como para olvidar que se es mortal.
Supongo por experiencia propia, que no es hasta después de los 30 en que uno va sintiendo, literalmente, en carne propia, ser mortal. El cuerpo se hace latente: llega este cansancio después de comer, alguna enfermedad que aparece de pronto, no poder amarrarte los zapatos porque la barriga creció, sentir tu propio aliento inyectado de un vaho pantanoso y hernias estomacales. Derivas sistemáticamente en la cuenta de que te deterioras y que no puedes hacer nada contra eso. Tu mente sigue joven pero tu cuerpo no, no hay opción contra eso.
Hace un par de semanas iba subiendo por la calle Enramadas y de pronto salió una conga. Cientos de mujeres y hombres iban tras esa conga. Comencé a filmarla como otros tantos imbéciles que lo filman todo con sus móviles para después borrarlo. Cada tambor cumplía una función específica y bien estudiada. Algunos tocadores parecían en trance, otros apenas trataban de seguir a esos que estaban en trance. El sol caía con toda su fuerza. La gente se tiraba una encima de la otra. Entré en esa multitud. Y comencé a emocionarme. Nunca había estado en el corazón de una conga y lloré sin saber dónde meter la cara. Este post nació con la intención de explicar por qué lloré.
A menudo, después de los 30s, el hombre descubre que tiene muy poco tiempo para recuperar el control de la situación. Algunos les pegan a sus mujeres, otros escriben panfletos en contra del Poder, otros se tiran bajo el sol a arrollar con una conga. Una conga es un ser vivo provocado por personas que no pueden hacer nada contra lo que les usurpó la libertad de escoger. Una conga vive de esa asfixia. Una conga es una de sus últimas opciones. Me emociona esa deriva. O sea, la capacidad humana de crear opciones, cada una más ingeniosa o inútil que la otra. A otras especies les basta con comer, defecar y copular, a nosotros no. La conga es una opción grandiosa del santiaguero. Una vez al año todas las congas de Santiago y miles de arrolladores recorren la ciudad y se enlazan en lo que llaman: “La invasión”.
Tomado de http://eltoque.com/blog/la-invasion